Explicando las instantáneas (III)
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Paisanaje III (la gente)
Ya va para treinta años que reúno algunos de los clichés de los que me siento más orgulloso bajo el lema de Paisanaje. No hace falta ser el doctor Freud -o el doctor Jung que al representar la heterodoxia frente a la ortodoxia de Freud reviste un mayor interés, ahora que ya empezamos a estar de vuelta de esos dos pilares del siglo XX que fueron Marx y Freud- para comprender la estrecha relación que guarda mi misantropía con mi afán de retratar a los paisanos, a la gente, sin que ellos lo adviertan.
Ése fue el caso del parisino que espera la llegada de un coche bajo la lluvia en la imagen que abre este asiento. Fue el primer tipo al que retraté en mi tercera visita a mi amada París, allá por el año 2000. Yo estaba sentado en el autobús que nos llevaba a Cristina -cuyo reflejo aparece en el espejo retrovisor- y a mí al hotel.
Podría decir que ese disimulo por mi parte, puesto a fotografiar a desconocidos como estos que observan pasar la trashumancia por la Puerta del Sol de mi ciudad en noviembre del año 2001, es debido a que busco ese instante sublime del que nos habla Henri Cartier-Bresson en el gesto espontáneo de los protagonistas de mis fotos. Y sí, después de más de treinta años retratándoles ahora obedece a esto. Pero no siempre fue así.
En realidad, como tantas otras cosas -empezando por el muy noble y siempre improductivo oficio de escribir- se debe a la timidez de mi adolescencia y primera juventud. Recuerdo que cuando comenzaba a impresionar mis primeros negativos con afán de trascendencia, me daba tanta vergüenza que los desconocidos me sorprendieran haciéndoles fotos que hice una costumbre de una necesidad. De modo que encontré esa espontaneidad tras un tortuoso camino. Como parecen las escaleras que baja este visitante del Caixa Forum de Madrid en 2011.
No sé si esto tendrá algún valor para el espectador de mis fotos, pero cuando retrato al paisanaje, lo hago sin la más mínima puesta en escena, sin ninguna indicación a los protagonistas de mis instantáneas, que pasan por mi objetivo ignorantes de que me he quedado con un instante de su vida para dar forma a un recuerdo de mi propia existencia. Si no creer en nada puede entenderse como una desesperada forma de creer en todo, esa falta de voluntad de estilo es el único estilo de mi mirada puesto a fotografiar a gente que no me ve.
Ante este panorama, busco en mi toma de vistas al despistado respecto al objetivo de mi cámara. De modo que me son especialmente gratos quienes miran abstraídos hacía algún otro lado. Los de aquí abajo lo hacen hacía un suerte de carillón que pusieron en el Sanatorio de Muñecas de la calle Preciados. Hablamos del 85, un buen año para mí. Viaje a Grecia haciendo fotos y gané un concurso con una novela que me permitió comprarme mi Yashica Mat de medio formato.
Me gusta que entre los mirones, entre la grey atenta a un mismo punto, haya alguien que se desmarque. Tampoco hace falta ser el doctor Jung para ver en ello un símbolo de mi individualismo. En esta foto de Preciados, tomada por cierto con vieja Yashica Mat, ese personaje que se alza contra los demás es el niño que tira de su madre, ajeno a los autómatas del carillón, en el primer término de la foto de abajo. En esa misma imagen, si el lector se fija, observará que en último término hay una chica mirando a cámara, como preguntándose qué estaba haciendo yo. Esa mirada inquisitiva que ella me dedica era mi gran temor. Afortunadamente, no la advertí hasta que positivé el negativo por primera vez.
Superados por completo los antiguos rubores, sigo fotografiando a la gente sin que lo adviertan. Si les pidieran que posaran para mí -o ellos se dieran cuenta de que les estoy fotografiando- se negarían o, en el mejor de los casos, perderían esa naturalidad que busco. A mi juicio, estos londinenses, que paseaban por Argyll Street la tarde del 21 de septiembre de 2010 cuando yo les fotografié, tienen esa naturalidad de la indiferencia ante el objetivo.
A la espontaneidad de estos peatones, que avanzan por la Gran Vía en uno de los últimos clichés que tomé con mi Yashica de formato medio, hay que unirle el encanto de esa iluminación del ocaso que los directores de fotografía cinematográficos conocen como "hora mágica". Sé que quienes desprecian las imágenes en blanco y negro no entenderán que estas emulsiones puedan captar la belleza de esa luz crepuscular con una emoción mayor a la de sus pares en color. Otro hombre de cine, el realizador galo Georges Franju, sostenía que las emulsiones ortocromáticas -aquellas que no son sensibles al rojo- podían llegar a ser más artísticas que las pancromáticas -las sensibles a todos los colores del espectro- al reproducir una visión alterada de la realidad. Por un procedimiento semejante, el blanco y negro, que retrata la realidad a través de una gama de grises y sin embargo da a lo que fotografía un tono documental, testimonial, mucho mayor que el color, reproduce mejor esa "hora mágica" -tan próxima al rayo verde del que nos habla Julio Verne- que una escena con los colores supuestamente poéticos de ese momento del anochecer.
Aunque los fundamentos del cuarto oscuro, las emulsiones, los químicos y demás asuntos de la fotografía analógica ya se han quedado tan obsoletos como tantas otras cosas de mi amado siglo XX, las técnicas de la toma de vistas siguen siendo las mismas en la fotografía digital. Así que aún me valgo de las velocidades de obturación lentas -aunque no más de 30- para obtener el movimiento de los vehículos que pasan por detrás de mis protagonistas. Verbigracia, el autobús que cruza a espaldas del parisino de la primera foto de este asiento.
Esta imagen de abajo, que muestra unos coches de choque de la verbena de las fiestas de Aluche del año 2003, al estar esos vehículos en movimiento en primer término, puede entenderse como una exaltación de dicho efecto.
Como protagonista de mis instantáneas también estimo sobremanera al solitario, en medio de la gente. Verbigracia esta joven que se disponía a convertirse en una estatua humana entre los soportales de la Plaza Mayor cuando yo la retraté en 2003. O esa mujer, que salía de un aparcamiento subterráneo, cubriéndose de una leve lluvia con su paraguas cuando yo la fotografié. Fue en el año 2001.
El paisano que parece caminar atribulado por las prisas es un malagueño al que fotografié desde la terraza de mi hotel en abril de 2004.
Publicado el 28 de noviembre de 2012 a las 08:30.