Sven Hassel se ha ido al encuentro de los que vio morir
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre Sven Hassel
La reciente muerte de Sven Hassel, sobre la que llamó mi atención el pasado martes mi amigo David Gutiérrez, me ha devuelto a las lecturas de mi preadolescencia. Aquellas que sucedieron a las aventuras de Los Cinco, de Enid Blyton. Siempre atento a mi obra, David me recordaba que Kid Valencia -el protagonista de mi segunda novela- se reconocía un apasionado lector de Hassel.
Ese afán de mi personaje por los textos del antiguo soldado de la Wehrmacht no era sino un trasunto del interés que dichas páginas suscitaron en mí recién despertado de la niñez. Tenía trece años cuando me hice con Los panzers de la muerte (1958). Como todas las novelas de la entrañable colección Reno, de Plaza & Janés, me atrajo por la ilustración de su sobrecubierta, que mostraba a unos soldados ateridos.
Ya avanzando en la lectura, encontré lo que esperaba: una historia de guerra como las de aquellas películas que proliferaban en la cartelera de mis primeros días, mis favoritas junto al siempre amado western, o como las que se contaban en Hazañas Bélicas. Eran estos últimos unos tebeos apaisados, escritos y dibujados Boixcar algunos años antes de que yo los leyera. Mi madre me compraba uno al salir de misa, en los domingos de mi más tierna infancia, cuando aún la acompañaba a la iglesia. Como se ve, todo era muy apacible. Entonces los niños jugábamos a ser soldados sin mayor problema. El pacifismo a ultranza aún estaba por llegar. Esa visión del Apocalipsis que ofrecía Hassel ejercía sobre sus lectores el mismo magnetismo que, aún ahora, sigue ejerciendo sobre tanta gente la contemplación en la distancia de la violencia. Esos cuarenta o cincuenta millones de ejemplares, entre los que se cifra el montante total de ventas mientras brilló su estrella, confirman ese interés por la violencia de buena parte del personal.
Recuerdo que en las solapas de sus novelas se apuntaba que, salvo en el del Norte de África -y en los asiáticos, se sobreentendía-, Hassel había peleado en todos los frentes donde se desarrolló la Segunda Guerra Mundial. Como ya digo, en Los panzers de la muerte yo leí sus aventuras en la campaña de Rusia. Durante el invierno del 73 las escondía entre las páginas de los libros de texto para que se creyeran que estudiaba mientras me deleitaba con las gracias y desgracias de Porta, El Legionario, Hermanito... Aquellas novelas, junto con la contemplación fascinada del milagro que la biología iba obrando en las formas mis compañeras de clase, fueron mi válvula de escape al tedio del valor de π y las declinaciones latinas. Liquidad París (1967) supuso mi lectura durante una gripe que me tuvo en cama en las Navidades del 73-74. Después llegaron Monte Cassino (1963), Batallón de castigo (1962), Los vi morir (1975)... Y así casi todas.
Luego empezó a resultarme mucho más interesante el rico universo surgido en torno al rock -una auténtica sedición juvenil en mis días- que seguir jugando a la guerra. Me hice freak. Mis lecturas y alegrías comenzaron a ser otras, radicalmente opuestas. Aunque tampoco tan "constructivas" como mis mayores hubieran deseado. De modo que vendí mis novelas de Sven Hassel en la primera ocasión que me hizo falta dinero y me olvidé de aquel autor con las mismas que de Enid Blyton y las Hazañas bélicas.
Muchos años después, en 1987, cuando empezaba a publicar, buscando en la mesa de novedades de una librería descubrí una edición conmemorativa de La legión de condenados (1953). Comencé a ojearla con cierto cariño. Allí se decía que aquella novela había sido uno de los veinticinco grandes éxitos de la historia de Plaza & Janés, más de 250.000 ejemplares despachados. Yo, que ya estaba atento a estas cosas, comencé a darle vueltas a la indiferencia que la crítica dedicaba a Hassel. Ésa fue la causa de que volviera a comprar La legión de los condenados, Camaradas del frente (1960) y Batallón de castigo (1962), las tres novelas de este autor que desde entonces atesoro con el mismo primor que el resto de mis libros. Ése también fue el motivo de que Kid Valencia se declarara lector de Hassel en medio de aquel Madrid patibulario, por donde pululaba al final de los años 80. Incluso llegué a dedicarle un relato en Textos del desastre (1988) sobre el que correré un tupido velo.
Recuerdo que la primera vez que exalté al danés fue hablando con mi padrino de bautismo, un diplomático de la vieja España, antiguo combatiente en la División Azul. Fue la única ocasión en que le vi crispar esa sonrisa que invariablemente me dedicaba, ese gesto suyo, conmigo siempre afable, que junto a Natura Viva (Éxito, Barcelona, 1963) -una "enciclopedia sistemática del reino animal", que me obsequió en una de las fabulosas visitas a su casa- guardo entre los recuerdos más felices de mi siempre dichosa infancia. El padrino, que conocía el frente ruso, me reprochó tanto la falta de rigor histórico como literario de Hassel.
Supongo que, como en el caso de Blyton, Hassel se ha muerto con sus novelas olvidadas porque en su momento fueron consideradas mera literatura de consumo, sin valor alguno, como esa comida que engorda sin alimentar. Habrá que recordar a este respecto que su capacidad de entretener -y él lo hacía sobremanera- ya es todo un mérito en una obra narrativa. Por otro lado, su retrato de la supervivencia entre la barbarie no va a la zaga del de otros autores que hoy se aplauden dentro de ese boom de la dichosa novela negra, de los géneros de acción, del que yo, particularmente, ya estoy ahíto.
Esperemos que a todos esos cultivadores del relato criminal de nuestros días, que por satisfacer ese afán de violencia de sus lectores se dan a una tan inverosímil como los desvelos de los protagonistas de Hassel por salvar a los judíos de las SS, la posteridad les sea tan adversa como lo fue -y lo será aún más sin duda- para el antiguo soldado de la Wehrmacht.
No hay ni que decir que dicha inquietud, como la de los millones de alemanes que eligieron a Hitler democráticamente porque se creían de una raza superior -aunque ahora lo nieguen-, es un deseo de redención de las antiguas filias. Sin dar pábulo a esas historias que cuentan de Sven Hassel los mismos que niegan el holocausto, pese al velo que siempre gravitó en sus noticias biográficas, cabe suponer que el futuro escritor, danés de nacimiento, se alistó voluntario en el ejército del terrible Reich que quiso durar mil años. Luego, al ser testigo de las atrocidades perpetradas por la mayor máquina de matar que la historia registra, desertó.
Capturado por sus antiguos compañeros de armas, fue destinado a esas unidades de castigo, a esa legión de los condenados que protagoniza todas sus ficciones. Acaso el mayor logro de la obra de Sven Hassel sea ese recorrido, que en cierto modo simboliza el de cuantos apoyaron a Hitler y luego, cuando vieron el Apocalipsis que habían desatado siguiendo a su führer, se arrepintieron. Puede que todo fuera oportunismo. Como hacer que un personaje se llamara Barcelona y fuera un antiguo soldado republicano español -alistado a la fuerza con posterioridad en la División Azul- cuando el danés, nacionalizado alemán para seguir en la Wehrmacht, se afincó en la Ciudad Condal que le ha visto morir en estos días. Si hubiese fijado su residencia en Bélgica, pongo por caso, el personaje de Barcelona hubiese sido un belga alistado en la Legión Valona.
Oportunista o no, cuando dejaron de gustar los juegos y lecturas de guerra, la oportunidad de Sven Hassel pasó y le sobrevino ese olvido en el que ha muerto.
Me consta que hay escritores que han sintetizado ese mismo arrepentimiento de haber sido cómplices de una u otra manera de la barbarie nazi -que a la larga fue uno de los espíritus que gravitaron en el milagro alemán- con mayor calidad literaria. Pero no formaron parte de mis últimos juegos de guerra, de aquellas lecturas de mi preadolescencia, que a la larga es lo que vengo a evocar aquí, por encima de cualquier otra consideración, con todo el cariño de lo que se sabe inexorablemente perdido.
Ya de antiguo vengo diciendo que hay películas que estimo, aun siendo consciente de que no son buenas, porque, como su carencia de dirección artística es absoluta, me muestran Madrid tal y como era en el momento de la filmación, devolviéndome así a tiempos pretéritos que conocí. Con las novelas de Hassel me sucede algo muy parecido. Las estimo por entrañables, porque me devuelven al preadolescente que fui, no por su calidad literaria.
Pero antes de que el olvido eclipse totalmente su obra, como fue el caso de la Henri Charrière y otros autores de best-sellers de antaño, vengo a dejar aquí constancia del gusto con que leí a Sven Hassel. Todavía es ahora, ya más cerca de la ancianidad que de de aquellas primeras novelas, cuando aún hay algo que me conmueve, como al ver a un forajido galopar contra la muerte en el amado western, al abrir Batallón de castigo y leer: "Me confesó que se sabía condenado en breve plazo, lo que no me causó el menor efecto. ¡Eran tantos los que debían morir al cabo de poco tiempo! Todo el regimiento...".
El viejo soldado se ha ido al encuentro de todos sus camaradas a los que vio caer.
Publicado el 2 de octubre de 2012 a las 10:15.