El cine en miniatura
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Ahora se ven más películas que nunca. De eso no hay duda. Es tanta la demanda de cine que todas las semanas se recuperan en DVD cintas cuya vida comercial se dio por concluida hace años. Gracias a ello me he podido hacer con joyas arqueológicas como El hombre de las figuras de cera (Paul Leni, 1924), una de esas maravillas anheladas desde que tuve noticia de ellas, de la que sólo pude ver, a finales del pasado siglo, en la bienamada Filmoteca, una copia con el metraje sensiblemente reducido.
Pero no es todo epifanía en esa eclosión del cine a la que asistimos. Eso de ver películas en cualquier sitio, a todas horas, ha hecho que el cine haya dejado de ser la maravilla de los sábados y, lo que es peor, ha demediado el visionado hasta la miniatura.
Desde que en el 84 comencé a atesorar los filmes a los que rindo culto, empecé a verlos con asiduidad en televisión, algo que antaño no acostumbraba. Todavía es ahora, cuando al hacerlo aún echo de menos la gran pantalla. Ni que decir tiene que sigo yendo al cine, a la primera fila invariablemente. Incluso al día de hoy, que las nuevas estrecheces me han privado del espléndido Kinépolis, donde daba cuenta de las contadas novedades que me interesan, frecuento más que nunca la Filmoteca -su nombre sea por siempre alabado-.
Sin embargo, la gran pantalla es una de mis múltiples nostalgias. Crecido en la edad gloriosa de los grandes formatos de proyección -Cinerama, Todd-Ao, 70 mm.-, cuando lo normal eran los scope y el 35 mm. puro y duro se reducía a las películas antiguas, desde que empecé a ver el cine en la pequeña pantalla, vengo añorando la grande de los antiguos palacios de la exhibición y de los humildes y entrañables programas dobles, en sesión continua desde las cuatro de la tarde o las diez de la mañana.
Todo es acostumbrarse, tampoco cabe duda. A tal fin me dije que si John Ford, Raoul Walsh y Fritz Lang, los tres grandes tuertos del cine clásico, rodaron algunas de las cintas que venero con su visión mermada, yo también debía acostumbrarme a verlas en la pequeña pantalla. No faltan títulos -quiero recordar Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975)- con los que no hay voluntarismo que valga. En la televisión se resienten sobremanera. Pero, en líneas generales, me he acostumbrado a ver el cine en la pequeña pantalla.
Guiado por mi nostalgia de los grandes formatos, acaba de adquirir una televisión de dimensiones considerables cuando los primeros DVD me cogieron sin el debido reproductor. Me obligaron así a verlos en el monitor del ordenador, con lo que volvieron a demediarme la pantalla. Recordé entonces mis días de auxiliar de montaje, cuando veíamos las películas en la moviola. Consideré al punto que la calidad del monitor del ordenador es mucho mayor y que yo me pongo mucho más cerca -como al escribir esto- y así me di por satisfecho.
Ya puesto a los nuevos usos, incluso me acostumbré a interrumpir la proyección -reproducción sería mejor decir aunque la nostalgia del viejo procedimiento me pierda- cuando me vence el sueño para retomarla a la mañana siguiente, antes de poner en marcha el día. Excuso decir que el sueño sólo me vence con las películas malas. Pero como mi necesidad imperante de ver cine me pone frente a ellas con frecuencia, me pasa. A tal fin me acuerdo de aquella sesión continua, a la que se solía llegar con la película empezada y, tras el final, te quedabas a ver el principio. Era como reestructurar el argumento.
En fin, me he acostumbrado a todas las nuevas formas de exhibición cinematográfica. A todas menos a ver esas cintas que reproducen en los medios de transporte. Lo intenté en uno de mis primeros viajes a Gijón con Los puente de Toko-Ri (Mark Robson, 1954). La pantalla era pequeña y estaba tan lejos como llena de reflejos. Total que, desde entonces, cada vez que viajo y empieza la película, abro el libro que siempre me acompaña.
Pero fue que el otro día, al volver a Gijón, el autobús llevaba una moderna tableta en la parte de atrás del asiento delantero, donde antaño se encontraban el cenicero, la redecilla y una fotografía con un paisaje turístico. Entre la oferta multimedia del invento había varias películas. Una de ellas era El capitán América (Joe Johnston, 2011).
Aunque aborrezco lo que ahora se llama "cine de acción" en la misma medida que admiro el cine grave, lento y preferentemente antiguo, siento auténtica debilidad por las películas de superhéroes. De modo que la entrega de Johnston fue la primera que vi en miniatura, pues eso, una reproducción a escala de una pantalla de cine, es lo que me pareció aquella tableta. Ciertamente, la calidad de su alta definición ayuda a paliar las pequeñeces y la obra de Johnston, digno acólito de Lucas y Spielberg, es para comer palomitas antes que para esas reflexiones a las que, espero, me lleven las películas. Con todo, la reproducción se resintió considerablemente con los reflejos. No obstante lo cual, di por cumplido el deseo de ver la historia del primer vengador, insatisfecho el pasado verano en Kinépolis por falta de presupuesto. Eso sí, para el viaje de regreso, decidí ver la película ya anochecido, como revelé mis fotografías durante casi treinta años.
De entre todas las sagas del superheroísmo me quedo con los Batman de Tim Burton, los Spiderman de Sam Raimi y los X-Men. De esta última serie estimo especialmente las entregas de Bryan Singer, aunque ya como productor ya como realizador él mismo, todas las aventuras de los mutantes del profesor Charles Xavier tienen detrás a Singer.
Así pues, fue toda una sorpresa que entre las propuestas de la tableta del viaje de vuelta se encontrara X-Men: Primera generación (Matthew Vaughn, 2011), para la que tampoco me llegó el presupuesto el verano pasado. Imaginando lo que hubiera sido ver todos esos prodigios en la inmensa pantalla de Kinépolis, di cuenta de los orígenes de los mutantes con deleite, demediado pero deleite al cabo. Observé que, en buena medida, estas reproducciones de cine en miniatura magnetizan al espectador por el sonido, que escucha en alta fidelidad, con reductor de ruidos e íntimamente, a través de unos auriculares. A su modo, es algo semejante a mis grabaciones de video aficionado de los viajes de principios de siglo, cuya imagen, falta de definición en la televisión de proporciones considerables, se ve beneficiada por el fidedigno sonido y ese olor a Formentera, veranos bellos y buenos tiempos que aún creo sentir al coger las cintas de Video 8.
Todo lo que en el cine, que es la exaltación, la epifanía de la imagen, llegue por el sonido, es, como poco, dudoso. Pero tampoco ha de ser muy malo ver a los X-Men demediados. De hecho, aunque menor, tuvo su encanto. Como el que aún tienen esas canciones, grabadas rudimentariamente, para discos de pizarra acaso. La diferencia entre el cine en miniatura y el cine en la gran pantalla, la que le corresponde, es inversamente proporcional a la existente entre el perfume y la colonia a granel. La gran pantalla sería el perfume, la excelencia; la miniatura, el aroma de batalla.
Publicado el 17 de agosto de 2012 a las 15:15.