Los nuevos góticos
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Los nuevos góticos"
En las primeras líneas que escribí sobre este texto, una mera reseña informativa con motivo de su segunda reimpresión española de las que pronto hará diez años, me hice eco de ese "nuevo andamiaje" para mi amada literatura de miedo del que hablan los antólogos -Bradford Morrow y Patrick McGrath- en la introducción.
Así pues, abrí finalmente estas páginas hace unos días sin esperar criptas ruinosas, almas en pena o el resto de los escenarios y prototipos comunes al género en su edad de oro, la que se extendió entre la publicación de la sobrevalorada y grotesca El castillo de Otranto (Horace Walpole, 1765) y la fascinante Melmoth el errabundo (Charles Maturin, 1815).
Ahora bien, esa nueva literatura macabra de finales del siglo XX -la edición original de Los nuevos góticos data de 1991- que anuncian estas páginas, sólo parece en el texto de Anne Rice y pocos. No obstante su título, esta antología es una selección de los autores en lengua inglesa más publicitados de hace ahora veinte años. Pero, a excepción de Rice y esos pocos, en los textos copilados, no ya el espanto, la simple fantasía no va más allá de la que es menester al cuento en general como género narrativo.
Victimismo
Así la cosas, Ovando, de la antillana Jamaica Kincaid, es un alegato contra el colonialismo. El narrador sintetiza al pueblo colonizado; Ovando, un fraile, "una reliquia de persona", es su colonizador. El narrador recibió a Ovando merced a las leyes primarias de la hospitalidad y el extranjero taló árboles milenarios para escribir las leyes que sojuzgarían y convirtieron en su criado a su buen anfitrión.
Sin entrar en consideraciones sobre el colonialismo, que por otro lado me parece uno de los grandes crímenes de la historia de la Humanidad, como lector me cansa el victimismo de cualquier pueblo, raza o clase social. Además de consabido, su didactismo me resulta tan cargante como la cultura del compromiso en general.
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De modo que la propuesta de Jamaica Kincaid me deja tan frío como la del afroamericano John Edgar Wideman. Fiebre, la pieza de este último, surge a raíz de un opúsculo sobre el comportamiento de las enfermeras y sepultureros negros durante la epidemia de fiebre amarilla que diezmó Filadelfia en 1793.
Basta con mirar los autorretratos que acompañan esta bitácora para advertir lo de cerca que me tocan actitudes como la de Matthew Carey, autor del opúsculo en cuestión. Pero esa proximidad al tema, también me lleva al íntimo convencimiento de que los autores afroamericanos han de superar de una vez por todas su condición racial, so pena de caer en el victimismo de Alex Haley y sus Raíces (1976). Victimismo, que a la postre es sensiblería y reduce a los destinatarios objetivos de la narración a los descendientes de las víctimas.
Los días de James Baldwin -uno de los más destacados autores afroamericanos, siempre atento a su condición racial- y mi querido Chester Himes han quedado atrás. A este respecto, a mi juicio, el caso de Spike Lee, quien ha dejado de hacer películas de negros para hacer películas sin más particularidades, para el público en general, es el ejemplo meridiano. Si Leonard Cohen se hubiera limitado a dar cuenta de su condición de hebreo, la canción del amado siglo XX se hubiese visto privada de uno de sus mejores compositores.
Aferrarse a los brutales crímenes perpetrados contra los ancestros, además de reducir drásticamente la materia literaria del autor, viene a ser una forma de perpetuar la discriminación. En cualquier caso, ha sido lo que a mí, particularmente, me ha chirriado en Fiebre.
Por lo demás, el texto de John Edgar Wideman es uno de esos pocos que se aproximan a esa literatura macabra que vine buscando a estas páginas. Ambientado en esa fiebre amarilla desatada en la Filadelfia de 1793, su protagonista es un afroamericano ayudante de un médico caucásico. Siempre a cuestas con los muertos y con las autopsias, esto da pie al autor a transportarnos a auténticos paisajes apocalípticos. No en vano es la Peste, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, quien cabalga por la ciudad.
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Poblaciones consabidas y singulares
Y si el victimismo de ciertos autores ya es más que consabido, lo de denunciar las aglomeraciones, las prisas y la masificación de la vida en la ciudad moderna, cantinela que venimos escuchando desde los años 60, es peor aún. Eso precisamente es lo que hace Martin Amis en Horridía, un fragmento extraído de su Campos de Londres (1989).
Que un escritor del prestigio de Amis presente una tontería de este jaez, en la que el horror consiste en añadir el prefijo "horri" a las palabras que considera oportunas para dar cuenta de la odisea que aguarda a un viajero recién llegado a la capital inglesa, me lleva a pensar que los antólogos han extraído la pieza sin cuidado o sin contar con el autor. En cualquier caso es lo peor, con diferencia, de toda la selección.
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Afortunadamente, tras el dudoso comienzo con Kincaid y Amis, el libro remonta con Newton, de la inglesa Jeannette Winterson. Su breve pieza también es de las pocas en sintonía con el título. De hecho, como tan acertadamente señala Pablo Herranz, nos transporta a ese mundo que parece atisbarse tras American Gothic, el célebre óleo de Grant Wood. Microcosmos homogéneo y endogámico que también puede entreverse en ciertas pequeñas poblaciones estadounidenses mostradas por Tim Burton -Eduardo Manostijeras (1990), Big Fish (2002)- o Fritz Kiersch -y algún otro adaptador de Stephen King- en Los chicos del maíz (1984)
En el Newton que da título a la pieza de Winterson sólo viven físicos que hacen todo a la misma hora, pues en Newton todo sucede según manda subrepticiamente el compás del reloj. De este modo, sus vecinos comen invariablemente pollo los fines de semana, plastifican a sus muertos -para los que no hay sitio, "a menos que los respetemos como adorno"- y desconfían del extraño.
Tom, el narrador, es el extraño en cuestión. Y no puede ocultar su asombro ante las hojas de plástico, con las que llegado el otoño los lugareños adornan sus jardines, y demás singularidades por el estilo. De Tom, lo que más intriga a su vecina son sus lecturas de genios considerándole como le considera "una criatura común".
Hasta que un día, después de que le sirvan junto al pollo dominical el ejemplar de El extranjero de Camus que estaba leyendo, decide abandonar el lugar. Las resonancias del Bradbury de Fahrenheit 451 son innegables. Pero también el acierto con que Winterson nos traslada al hermetismo de algunas poblaciones rurales estadounidenses.
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Dentro del canon
El también ingles Paul West es autor de una novela sobre Polidori -El doctor de lord Byron (1989)- que no he leído. Pero, tengo entendido, entraña una justa reivindicación sobre el gran maldito de aquel verano mítico en Villa Diodati. Con todo, en su propuesta de Los nuevos góticos se pierde en el artificio. Banquo y la banana negra: la feroz delicia del horror es su título. Planteado en torno a un sinfín de frases interrogativas, de las que sólo se salvan algunos párrafos, su protagonista, el que formula el carrusel interminable de preguntas, ha sido el fantasma de varias personas muertas violentamente.
Estamos pues ante un acercamiento a un alma en pena. Mas el fondo acaba siendo incomprensible por el agobio de la forma, y el libro cae en ese aburrimiento del que mayoritariamente le acusan sus comentaristas digitales.
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Extraído de Entrevista con el vampiro, Freniere, el fragmento de Anne Rice, es, como ya he dicho, una de las cumbres de esta selección, no en vano denostada por la mayoría de sus comentaristas en la RED.
Tras salir victorioso de un duelo en los pantanos próximos a Nueva Orleáns, el joven Freniere es una víctima de Lestat.
Desde esa descripción de la ciudad por parte de Louis -la primera victima de Lestat y su mayor enemigo, el vampiro que concede la entrevista- la pieza me ha ganado. Y lo ha hecho hasta el punto de que he superado los prejuicios que, como lector -y espectador- de los cuentos de vampiros clásicos, albergue hasta ahora contra Rice, la renovadora del mito. Al día de hoy ardo en deseos de adentrarme en sus Crónicas vampíricas, que me aguardan en el debido estante desde hace años.
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Puede que Sangre, de la escocesa Janice Galloway, pertenezca a su colección de cuentos de 1991 titulada precisamente Blood. Pero no es más que un suponer ya que Los nuevos góticos, a excepción de los fragmentos extraídos de las novelas, no da ninguna noticia sobre la procedencia de los textos. Como tampoco lo hace sobre la vida y milagros de sus autores. En cualquier caso se trata de un relato turbador.
Su protagonista es una profesora de piano a la que el dentista acaba de extraerle un diente. A la consiguiente hemorragia se le une la de la menstruación, que le viene cuando se dispone a dar una clase. No obstante, pese a las naturales incomodidades, consigue aguantar el tipo interpretando a Mozart hasta que alguien cree que la pieza que toca es de Haydn y ella, al corregirle, deja caer toda la sangre que le llena la boca. El recuerdo de La pianista, la cinta de 2001 del siempre turbador Michael Haneke, ha sido inevitable.
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Paralelismos antagónicos
Acaso no sabía ella, del estadounidense Scott Bradfield, también tiene mucho interés. Su protagonista es la camarera de una cafetería que ejerce un poderoso magnetismo sobre los ancianos. Enamorados de ella como los jóvenes de las camareras de los bares de copas, aunque con la tristeza de saberse ya a un paso de la tumba, la hablan con ese placer que procura siempre, pero en la senectud más, hablar, la simple charla con una mujer joven y hermosa.
Los viejos agradecen tanto a Alison, nuestra camarera, su buena disposición -a algunos hasta los visita cuando les ingresan en el hospital- que pasan de dejarla grandes propinas a nombrarla su heredera.
Ya con la vida resuelta, Alison empieza a darse a amantes más jóvenes que ella que la maltratan y la roban impunemente.
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En sus primeros párrafos llegué a pensar que Régulus y Máximus, de John Hawkes, estaba en la estela del cautivador Culto secreto de Algernon Blackwood. Pero la propuesta de Hawkes, uno de los grandes de la narrativa posmodernista estadounidense, no guarda relación alguna con la de aquél por mucho que ambas ficciones traten sobre extraños monjes.
El abad Régulus, el primero de los Hawkes, es un hombre piadoso que recupera las fuerzas tras el desfallecimiento en las ruinas de la abadía de Rochefort. Le acompañan unos frailes fieles y también puros. Todos ellos han huido de su abadía, la de Chrodegang, escandalizados ante las licencias y los excesos con los que allí se celebra la festividad del patrón.
Su carrera por un paraje inhóspito, hasta llegar a las ruinas donde nos son presentados, se nos refiere por un flashback Ya en Rochefort esperan construir una nueva abadía en base a la regla de su congregación.
"En ocasiones, los acontecimientos y el tiempo corren exactamente a la par. Las cosas ocurren dos veces. No sólo dos veces: también a la vez", apunta Hawkes antes de comenzar a referirnos las experiencia de Máximus, y sus fieles, un grupo de monjes de la misma congregación que la misma noche huyeron de Chrodegang. En su caso, escaparon obedeciendo a un motivo radicalmente opuesto. El hedonismo, que lo llama Hawkes, que escandalizó a Régulus y los suyos, para Máximus y su gente era una insoportable austeridad espartana. Como se anuncia en el primero de los párrafos que refieren su experiencia, ésta va a obedecer al mismo esquema que la de Régulus y a concluir en el mismo lugar.
Como es sabido, el monje católico, español o italiano, papista en cualquier caso, es uno de los grandes villanos de la novela gótica. Pero los de Hawkes tampoco guardan relación alguna con los siniestros religiosos que inspiraron a Matthew G. Lewis y Ann Radcliffe.
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Visión fugaz de lo cotidiano
Si Los nuevos góticos se hubiese presentado como una antología de ese realismo sucio, que tanto dio que hablar en la narrativa estadounidense de finales de los años 80, su contenido no hubiese distado mucho del que se nos propone aquí, con la disculpa de un nuevo andamiaje para la literatura macabra. De hecho La cuida peces, de la estadounidense Yannick Murphy, todo el horror consiste en la visión fugaz de un mundo cotidiano, degradado por la suciedad, en el que sus habitantes se mueven como peces en un río contaminado o algo por el estilo. Nada que ver, por otro lado, con los parados y los alcohólicos de Raymond Carver, el gran realista sucio, hoy, se diría, olvidado.
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Entre la vigilia y el sueño
Elizabeth, la protagonista de Un verano mortal, de la estadounidense Lynne Tillman, es una mujer que tiene una intensa experiencia onírica. Sus sueños, aunque focalizados a través de otras personas y en épocas distintas a la suya, parecen tener una mayor relación con la realidad que los del resto de los durmientes. Nos son presentados por Tillman en presente, frente a la principal línea argumental, que discurre en pretérito. Cabe suponer que ese cambio del tiempo verbal obedece a que es la propia Elizabeth, que anota sus sueños cada mañana, quien toma las riendas de la narración. Pero no hay ni comillas ni cambio de tipografía alguno que lo atestigüen.
En cualquier caso, lo que cuenta es una mujer, que habla con acento alemán, a la que descubre Elizabeth descubre en uno de sus paseos por el vecindario. Decide llamarla Úrsula. Cuando se dispone a abordarla en el mismo bar que las dos frecuentan, sólo resulta estar el perro que acompañaba a Úrsula.
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La profesora Joyce Carol Oates, también estadounidense, es otra de las pocas autoras aquí reunidas con un nombre en la literatura atenta a lo sobrenatural. Claire, la protagonista de ¿Por qué no vienes a vivir conmigo?, la pieza de Carol Oates, es una mujer que padece de insomnio. Fuertemente influenciada por su abuela, aunque ésta falleció en 1966 cree ver el rostro de la finada -una excéntrica que tampoco podía dormir- en un reflejo del suyo propio.
A raíz de ello, Claire recuerda una visita a la anciana cuando ella contaba "doce o trece años". Su abuela vivía al otro lado del caudaloso río de la localidad. En aquella ocasión se estaba construyendo un puente para unir las dos orillas y Claire decidió cruzarlo encaramándose a una de las vigas. Supuso un peligroso reto para ella.
Cuando por fin llegó a la casa, se encontró a su abuela con un extraño que le habló del universo, que habrá de permanecer cuando todos estemos muertos. El sobresalto que causó entonces en la anciana, que ordenó a su visitante que no contara esas cosas a su nieta, así como la posterior insistencia de la abuela en que ya ha llegado la hora Claire vaya a vivir con ella, me han llevado a pensar que la joven murió cuando cruzaba el puente.
Carol Oates es de las pocas autoras que parecen dentro de esa nueva literatura, sino macabra sobrenatural al menos, que se anuncia en el título.
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Aunque más atenta al asunto de la madrastra que al de los siete enanitos, La reina muerta, del también estadounidense Robert Coover me ha recordado poderosamente a una de esas versiones porno de Blancanieves. No es que el célebre cuento de los hermanos Grimm cuente entre mis favoritos. Pero me merece mucho más respeto que este desatino. "Soez", como tan merecidamente lo ha calificado alguno de los comentaristas online de esta selección, la propuesta de Coover no es más que una de esas patadas que de vez en cuando un payaso, convencido de ser un transgresor, tiene a bien soltar a una obra consagrada por el tiempo y las sucesivas generaciones de lectores.
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Y si La reina muerta es un remedo de Blancanieves, El mercader de sombras, de la inglesa Angela Carter, es otro tanto de El crepúsculo de los dioses (1950), el filme clásico de Billy Wilder. Pero también de El padre del Frankenstein, la novela que Christopher Bram dedicó en 1995 -hace ya de todo tanto tiempo- a James Whale, uno de los maestros del cine de terror de la Universal.
Aquí Joe Gillis, el guionista de la cinta de Wilder interpretado por William Holden, es sustituido por un estudiante de cine, "luz e ilusión" llama él mismo al oficio. El protagonista de Carter se encuentra realizando una tesis sobre un cineasta alemán prácticamente olvidado, un tal Heinrich von Mannheim. Supuestamente inmerso en la diáspora de los grandes de la UFA, tras instalarse en Hollywood tuvo tiempo de rodar cintas como la apócrifa Paracelsus (1937) con el nombre de Hank Mann. Tras el fracaso de Paracelsus cayó en el olvido, al igual que su viuda y actriz, la protagonista de la película, de la que sólo se nos dice el nombre -Sofía- y que "encarna el espíritu del cine". Ella, la vieja estrella, es la que le ha citado en su mansión para completar el trabajo sobre Mann.
Pródigo en referencias cinéfilas, siempre matizadas por la mitología de las sexualidades bizarras, que según los antólogos es uno de los caminos por los que discurre la nueva narrativa gótica, gravita en El mercader de sombras la tortuosa relación que unió a Marlene Dietrich y Josef von Sternberg. Pero el halo de misterio que envuelve a la viuda del cineasta es mayor del que cabe esperar en el otoño de las grandes estrellas. No en vano es el propio Mann -un "maestro del subterfugio" acabará por definirle su estudioso- quien decidió transformarse en su supuesta viuda cuando se hizo pasar por muerto.
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El novelista Juan García Hortelano, aunque también escribió versos, no se incluye en El grupo poético de los años 50, la mejor antología que me ha sido dada, al margen de géneros, a lo largo de toda mi experiencia como lector. De modo que puede que tengan razón esos comentaristas de Los nuevos góticos que estiman que el inglés Bradford Morrow, al ser uno de los antólogos, no debería incluirse entre los elegidos. En cualquier caso, lo cierto es que su relato, La ruta a Nadeja, es una de las mejores piezas de la selección.
El protagonista y narrador es un hombre que tiene la necesidad imperante de robar algunos de sus objetos más preciados a la gente que quiere. Cuando cree que ya ha superado su cleptomanía, descubre que se ha enamorado de Nadeja -cuyo nombre, por cierto, como cantaba Moustaki, en ruso, quiere decir "esperanza"- cuando se ve impelido a robarla.
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La maestría de Ruth Rendell
La animadversión sin paliativos, que en general me inspira la literatura actual de misterio y la novela negra contemporánea en particular, me han mantenido alejado de la inglesa Ruth Rendell hasta que la he descubierto en Para salvar la vida, su pieza de estas páginas. Junto con la de Rice es otra de las cumbres de toda la selección y, a diferencia de la tontería de Martin Amis, hacer honor al reconocimiento del que goza su autora.
Su protagonista es una aristócrata inglesa, mimada por la fortuna, aunque tiene una pequeña lesión de corazón. Esto no le ha impedido dado dos vueltas al mundo, entre otros fabulosos viajes. Conoce todas las capitales europeas aunque, al igual que tantos exquisitos que se niegan a descender a los ferrocarriles subterráneos de sus ciudades, la dama en cuestión nunca ha bajado al metro de Londres. Esta paradoja, y su forma de estar contada, me ha parecido una auténtica genialidad.
Decidida a superar el miedo que el suburbano le inspira, una tarde, al volver de unas compras, se arma de valor y monta en él. Está cansada. Acostumbrada a que cuando está de pie y hay un hombre cerca sentado se levante para cederla el asiento, cuando el que se encuentra ahora junto a ella continúa leyendo el periódico sin inmutarse, a nuestra singular viajera, el metro no tarda en parecerle el infierno que imaginaba. Despistada y pérdida, como el célebre burro del garaje, se pasa de estación. Cuando quiere apearse, las masas entran en el vagón. Nuestra dama, que a excepción de sus amantes nunca había estado tan cerca de nadie, es estrujada entonces como sólo pasa en los vagones del metro. Totalmente ajena a esas aglomeraciones, a nuestra protagonista le falla el corazón, yendo a morir entre la plebe que, entonces sí, se aparta para dejar a su cadáver el espacio que la negaron unos segundos antes.
Para salvar la vida es una auténtica obra maestra que guarda toda una metáfora sobre la que hay mucho que pensar. Acaba también con mis prejuicios contra su autora. Leeré, con el mismo interés que a Rice, esos textos de Rendell que me aguardan hace años los estantes.
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Dos hedores
Editora y novelista, parece ser que la escocesa Emma Tennant es una de esas autoras experta en esas revisiones, que tanto denigro, de obras consagradas por el favor de diversas generaciones de lectores. Parece ser que ha enmendado, desde una óptica feminista, al mismísimo Robert Louis Stevenson de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde.
Como su propio nombre indica, el feminismo es una cuestión exclusivamente femenina y a mí se me queda tan lejano como la práctica deportiva. Siendo además otro victimismo, puede llegar a resultarme tan cargante como el de los autores afroamericanos o comprometidos.
En Playa Rigor, la pieza de Tennat incluida en Los nuevos góticos, todas las vindicaciones de la autora vienen a sublimarse en las incisiones en el pene del cadáver que Ingrid, la protagonista del relato, guarda en su casa. Se trata del hombre con el que acaba de copular, al que ella misma ha dado muerte cuando él se disponía a marcharse.
Cuando el infeliz la penetraba ha sentido una atracción especial por su olor. Ahora, que el cadáver empieza a pudrirse, abandona la casa para dar un paseo entre los veraneantes del lugar. Piensa que, cuando vuelva, el hedor de la putrefacción se le antojará un aroma marino.
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El olor, precisamente, titula el inglés Patrick McGrath su propuesta. Además del otro antólogo es un reconocido autor de nueva novela gótica que acostumbra a escribir invariablemente en primera persona.
En esta ocasión, su asunto gira a en torno a un hombre que tiene tiranizada a su familia. Todo sucede según dispone el narrador hasta que cierta pestilencia comienza a hacerse notar en su hogar y su cuñada no es capaz de hacerla de hacerla desaparecer como él la ha ordenado. Así pues, el narrador decide acabar él mismo con el olor. Convencido de que proviene de la chimenea, se introduce en su tiro quedando atrapado allí irremediablemente. "Como un tapón de corcho en una botella de leche podrida". Entonces, al escuchar las risas de su cuñada, el narrador y protagonista, merced a una de esas singularidades de los narradores de McGrath de las que hablan los críticos, comprende que la pestilencia que atufaba su casa era la de la putrefacción de su propio cadáver.
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Otro ejemplo meridiano y un tributo a Poe
El estadounidense Peter Straub es uno de los grandes nombres de la literatura macabra actual y da buena prueba de ello en El reino de los cielos, su aportación a estas páginas. Extraído de Garganta, el volumen con el que en 1993 gano el premio Bram Stoker, el relato nos transporta a la brigada de cadáveres del ejército estadounidense destacado en Vietnam.
El trabajo de esta unidad, que conocemos a través del último incorporado al grupo, el narrador, consiste en terminar de identificar los cuerpos de los soldados muertos que les llegan del frente. Ver si la famosa placa que cuelga del cuello de los combatientes coincide con las listas del ejército y sus restos mortales. Como se ve, el texto es tan macabro como original.
En buena lógica, los encargados de semejante misión son "esa clase de gente a la que, quizá por herencia o circunstancias de la vida, le falta algo esencial y sociable". Aborrecen a nuestro narrador, como suele ocurrirles a los recién llegados a cualquier sitio, y hacen notar la animosidad que sienten por él destinándole los trabajos más desagradables. Ello da pie a Straub para ser todo lo macabro que es debido en el género.
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Decididamente, entre la crítica anglosajona, el término posmoderno carece de ese tono peyorativo que sí tiene entre los comentaristas españoles más reaccionarios. La estadounidense Kathy Acker, sólo es una más, de los distintos autores adscritos a la posmodernidad sin mayor problema, incluidos entre Los nuevos góticos. J, su pieza aquí antologada, es la única de esta autora -muerta prematuramente en 1997- que he tenido oportunidad de leer. No obstante, habida cuenta de que la crítica la califica como punk, además de posmoderna, la imagino en la misma línea que la Patty Smith escritora.
La "J" a la que alude en su título, no es otra que la inicial de Jeanne Duval, la actriz mulata que fuera amante de Baudelaire. Así pues, el relato en cuestión es una exaltación de la carnalidad de la pasión que uniera a los amantes. Focalizado a través del poeta, Acker, siempre interesada en la experimentación y en las técnicas de plegado y cortado de Burroughs, intercala acotaciones en versalita donde explica a quien va dirigido el texto o las circunstancias en que Baudelaire habla de su amante.
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Autor de largo aliento, el norteamericano William T Vollman es conocido entre los lectores españoles por su voluminosa Europa central. En la tumba de las historias perdidas, su relato de Los nuevos góticos nos traslada a los últimos días de Edgar Allan Poe. Vollman se adelanta así a toda esa retahíla de reinterpretaciones, enmiendas, postillas y demás supuestos homenajes de los que fue objeto hace tres años, con motivo del bicentenario de su nacimiento, "la deidad y referencia de toda ficción diabólica", que llamó Lovecraft a Poe.
El Poe que se nos presenta está a punto de ver morir a su prima y querida esposa Virginia Clemm. La madre de ésta, conmovida ante el dolor que abruma al escritor tras la muerte de su hija, es una de las protagonistas de una narración construida en base a lo que se desprende de los cuentos, poemas y noticias biográficas del maestro de esa literatura macabra que, sólo tangencialmente, asoma a Los nuevos góticos.
Publicado el 5 de agosto de 2012 a las 17:00.