Dos piezas de Barbey d' Aurevilly
Jules-Amédée Barbey d' Aurevilly no es ningún cínico, como creí que era al tener noticia de su estrafalario dandismo con anterioridad al descubrimiento de su obra. Fue un católico que, tras interesarse por el satanismo, volvió a la fe en que le educaron con la intransigencia del converso. Con todo, la lectura de dos de los seis relatos reunidos en Las diabólicas fue una de las que más me conmovieron en diciembre de 1998. De los distintos encantos de estas piezas destacaría su originalidad.
Así, El amor más bello de Don Juan es una interesantísima revisión del mítico amante, en este caso representado en la figura de un aristócrata. Ya envejecido, es invitado a una cena por todas las damas a las que sedujo en otros tiempos.
Cuestionado por ellas acerca de la mujer que más hondo le caló, el seductor, para desilusión de las damas -secretamente, todas esperan haber sido ésa-, da a entender que la conquista que más quiso fue una joven, casi una niña, hija de una amante suya a la que dejó embarazada.
Si el fondo de la anécdota tiene por si sólo tiene toda la enjundia del otoño de un seductor -quiero recordar a este respecto La máscara, de mi dilecto Guy de Maupassant-, la forma no le va a la zaga. Nuestro don Juan se refiere a su gran conquista contando cómo la muchacha le reveló su estado al cura en confesión. El religioso puso a su madre al corriente de la nueva y ésta, sin llegar a creérselo del todo, a su querido y nuestro narrador.
Los protagonistas de En un banquete de ateos -la segunda de las piezas en las que descubrí a Barbey d' Aurevilly- son esos antiguos soldados de Napoleón tan frecuentes en las letras galas y en la literatura inglesa que habla de la Francia decimonónica: el Conrad de El duelo, el Bram Stoker de El entierro de las ratas... En esta ocasión se trata de oficiales descreídos que, en compañía de otros cínicos de la ciudad donde está localizada la acción, celebran regularmente una comilona en la que dan rienda suelta a sus blasfemias y a su gula.
En los prolegómenos, d'Aurevilly nos explica las envidias y murmuraciones que la celebración despierta en la población. Pero lo que verdaderamente cuenta es por qué uno de los presentes en aquel festín de la blasfemia -Mesnilgrand, el protagonista e hijo del anfitrión- ha sido visto en la iglesia. Interpelado por uno de sus camaradas sobre el particular, nuestro hombre le remite al recuerdo de una mujer que llegó al frente en el que todos los ateos combatían como amante del comandante Ydow.
Dada su belleza, Rosalba "La Púdica", nombre de la joven, no tardó en despertar los deseos de todos los oficiales, ni en entregarse a todos ellos sin llegar a amar a ninguno. Habiendo quedado embarazada, Ydow dará por sentado que lo que va a venir al mundo es obra suya y querrá al niño como tal. Muerto el pequeño, el militar guardará el corazón del muchacho como una reliquia.
Posteriormente, habiéndose presentado Mesnilgrand en la habitación de Rosalba, cuando ésta está escribiendo una carta para un amante, Ydow regresa inesperadamente y Mesnilgrand se ve obligado a encerrarse en un armario. En su escondite puede escuchar como Ydow, al descubrir la carta, es presa de un ataque de celos y comienza a pegar a Rosalba. La muchacha, llena de ira le confiesa que el hijo que tuvieron juntos no era suyo, sino de Mesnilgrand. Ydow, que hasta entonces ha llevado como recuerdo el corazón del pequeño, encolerizado, se lo arroja a Rosalba a la cara.
Mesnilgrand, ante la brutalidad de los golpes que el comandante propina a su querida, sale de su escondrijo para dar muerte a Ydow. A la sazón, el enemigo entra en la plaza -están en España, por cierto-: Mesnilgrand y Rosalba no se volverán a ver. El oficial llevara el corazón durante el resto de la guerra.
Y si ahora ha entrado en la iglesia ha sido porque ha depositado allí la reliquia.
Publicado el 3 de mayo de 2012 a las 10:00.