Apuntes para unas estampas madrileñas (VI)
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Las noches del Candela
Diecisiete meses después de concluida, mi vida ebria comienza a parecerme lejana y ficticia, como un cuento leído en la infancia. Pero igual que algunos personajes de aquellas páginas aún pueblan mi memoria, hay amigos que hice en aquellas noches que aún me siguen rondando en la cabeza.
Quiero recordar a El hippie de Carabanchel y las sesiones de swing -y otras músicas "con sentimiento", que las llamaba- que organizaba en sus bares de La Latina. Cómo olvidar a Juan Cervantes que hace ya más de veinte años, me fiaba las copas y me dejaba dinero siempre que lo necesitaba. Por no hablar de las inolvidables camareras que lucían solitarias entre las sombras y cada vez que me obsequiaban una de sus sonrisas me hacían el hombre más feliz del mundo. Fueron muchas y a cuál más entrañable.
Si entre tanta dicha de la alta madrugada destaca Miguel Aguilera, el propietario de Candela, es por su prematuro fallecimiento en marzo de 2008. Supe de su muerte con motivo del homenaje que se disponían a rendirle los flamencos coincidiendo con el primer aniversario. Entonces le recordé llamándome "primo" cariñosamente esas tardes que nos encontrábamos en la Plaza de Santa Ana.
Aunque lo respeto mucho por el culto que le rinden sus aficionados, de flamenco yo no entiendo. De modo que iba al Candela, su principal cenáculo madrileño, porque era uno de los pocos bares que quedaban abiertos cuando cerraban los otros, pasadas ya las tres de la mañana. Ahí estaba Miguel, recibiendo a los notables, a quienes acomodaba en la célebre cueva de la casa. Yo jamás bajé a ella porque era para entendidos y famosos. Pero nunca me molesté por ello. Aunque aquella fuera la zona VIP del establecimiento, lo que en verdad contaba era que en el Candela entraba a todo el mundo.
Una vez dentro, Miguel solía invitarme a la primera. Negrita era mi marca; mucho ron y poca Coca Cola, la medida de mi cubalibre. Habida cuenta de que no entendía la música, el resto era beber sin la emoción que me procuraba hacerlo escuchando rock & roll. Tenía cierta gracia no conocer ninguno de los temas que el mismo Miguel iba programando en el ordenador de la barra. Por lo demás, los protocolos de la parroquia eran los habituales en los bares cuya banda sonora me era afín.
Bebiendo y saludando a gente podían darme las seis de la mañana, que era cuando hasta el Candela cerraba. "Señores, Vámonos a acostar porque nada es eterno" anunciaba Miguel. Pero había noches que yo no escuchaba aquella despedida. Era cuando la priva me exaltaba el ánimo hasta el punto de que a las cinco y pico cogía la puerta y me iba. Subía entonces por la Calle del Olivar, atravesaba las de la Magdalena y de Atocha, y me perdía por un Madrid, desolado y fabuloso, en el que yo era el único paseante por las dos aceras.
Recuerdo que escuchaba el eco de mis propios pasos. Qué distinta era la sonoridad de mi ciudad cuando parecía extenderse solo para mí, cuando se me ofrecía completamente vacía. Poseído por la euforia del ron, bajaba por Carretas, cruzaba Sol, entraba por Preciados y salía por Callao a la Gran Vía. El resto era descender a la Plaza de España, donde solían darme las seis de la mañana. Cogía pues el primer metro y en el vagón, empezaba a dormirla.
Sé que todo aquello era mentira. Lo verdadero, precisamente, es lo que empieza a las seis de la mañana. La sobriedad y lo que sucede a la luz del día. La noche y la ebriedad son ficciones, como un cuento leído en la juventud. Embustes de los que me valí, en la quimera de prolongar los años jóvenes, hasta pasados los cincuenta. Así que diecisiete meses después de concluida mi vida ebria, es mi propia juventud la que empieza a parecerme mentira.
Publicado el 30 de abril de 2012 a las 01:15.