"King Ink", mi descubrimiento de Nick Cave
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "King Ink" de Nick Cave
Las colecciones de libros que me son más queridas son aquellas que ya estaban en marcha a comienzos de mi experiencia como lector. Destaca entre ellas Espiral, de la Editorial Fundamentos. Mediaban los años 70 cuando en sus distintos números di cuenta de las dos novelas de Leonard Cohen -El juego favorito (1963) y Los hermosos vencidos (1966)- y hace apenas unas horas acabo de concluir la lectura de King Ink, la antología de prosas y canciones de Nick Cave, uno de los textos más densos de la colección.
Bien es cierto que la entrañable Espiral, al ser básicamente traducciones de canciones -también leí en ella al infausto Sade, pero esa es otra historia- cuenta con el principal impedimento de las traducciones de poesía: la pérdida de la musicalidad. Pero ello no quita para que descubra a sus lectores el universo de los músicos traducidos. El de Nick Cave es uno de los más sombríos de la historia del rock. No es gratis llamar al australiano El crooner de los infiernos. Sus canciones, en King Ink reducidas a algunas de las grabadas con sus bandas The Birthday Party y The Bad Seeds, son tan apesadumbradas como sombrío aparenta ser él.
Tuve por primera vez noticia de Nick Cave en Cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987). Marion (Solveig Dommartin), su protagonista, le escuchaba. Pero le descubrí algunos años después, a comienzos del siglo XXI, cuando creía que mi lista de favoritos del rock había quedado definitivamente cerrada con Radiohead. Si eché entonces el candado a mi pasión por el Ritmo del Diablo fue porque, tras más de treinta años, encontré mi equilibrio con ella. Por primera vez, desde que caí rendido ante mis primeros discos de la Creedence y The Beatles en 1972, amé el rock & roll -y por ende el rock, magnifica secuencia del rock & roll- en sí mismo. No por el escándalo que tanto amor produjo entre los adultos, los bienpensantes o los mentecatos de la canción protesta y la conciencia política.
Si hasta entonces habían contado mucho todos estos factores, ya con cuarenta y tantos otoños en las sienes, el rock cobró una nueva doble dimensión. Por un lado el inmenso placer que su escucha sin más me produce; por el otro, el transporte a mi pasado que, como la banda sonora de mi vida que es, me procura. Llegué así a lo que llamo "el rock sin accesorios".
Desde mi nueva perspectiva, disfruto por igual con Gene Vincent, y el resto de los grandes del rock & roll seminal, que de la sombría majestuosidad del Baba O'Riley, de The Who, a quienes tanto me dolió tener que negar cuando era rocker. Y hacerlo, además, tras haber escuchado con tanto agrado Quadrophenia a principios de los años 70.
El Dylan mítico, el de los 60, me gusta porque escribió canciones tan maravillosas como Desolation Row o Sad Eyes Lady of the Lowlands, no porque fuese uno de los pilares fundamentales de la sedición juvenil que cambió el Occidente Cristiano.
Al igual que el London Calling me parece el mejor disco de los años 80 porque es un compendio de los estilos por los que discurría el rock entonces y porque es el álbum más representativo de su tiempo. Pero no porque The Clash tuviesen cierto compromiso. La emoción que me causa Death or Glory está por encima de cualquier otra consideración. Insisto, ahora amo al rock por sí, no por lo que dicho amor supone de cara a la galería.
Ahora amo al rock porque es la banda sonora de mi vida, no porque el rock jugara un papel infinitamente más grande que la izquierda revolucionaria en el nuevo entendimiento surgido en el Occidente Cristiano en la segunda mitad de siglo XX.
Así la cosas, cuando me adentré en el universo de Nick Cave, su infierno me parecía algo tan accesorio como ese limbo de chicos y chicas en el que parecen inspirarse The Kins, a quienes escucho con insistencia y sumo placer en estos días.
No fue un encuentro fácil porque el australiano -que, dicho sea de paso es uno de los músicos más errantes de los que yo he tenido noticia- no compone melodías agradables, para ser radiadas, escuchadas por el gran público y todo eso.
Muy por el contrario, canta a los asesinos, a las sexualidades bizarras a los pájaros de mal agüero. Aunque me hubiera dado igual que toda esa fatalidad hubiesen sido los alegres desamores del glorioso Swinging London, desde las primeras y desasosegantes audiciones de Nick Cave hubo algo en su propuesta que me atrajo poderosamente. Como cualquier buen aficionado sabe, el rock toca tan de cerca a ciertas imágenes que hace su lenguaje mucho más universal que el del resto de la música. Eso debió de ser lo que hizo que álbumes como The Firstborn is Dead (1985), Your Funeral... My Trial (1986) y por supuesto Murder Ballads (1996) me magnetizaran como lo hicieron, no obstante lo áridas que me resultaron sus primeras audiciones.
Eso era lo que había cuando compré King Ink, hace algunas primaveras, en la feria del libro. En sus páginas he descubierto que las canciones de Cave son tan representativas de la biografía y el tormento del músico como esos dibujos que denotan, a quien sabe entenderlos, la psicología de sus autores. Aunque suele ponérsele en la estela de Leonard Cohen, a buen seguro que por la versión de Avalanche incluida en From Her to Eternity, Cave, a mi juicio, dista mucho del canadiense. Tanto como el trecho que va de la espiritualidad de Cohen a la blasfemia del australiano en Los cinco idiotas, la primera de sus prosas. O si se prefiere, de los ruiseñores del canadiense a los cuervos de Cave.
No hace falta ser el doctor Freud para comprender que la exaltación del anticlericalismo de Cave en Los cinco idiotas tiene sus orígenes en sus años como integrante del coro infantil de la catedral de Wangaratta. Al igual que la elaboración de sus letras, graves y extensas como auténticas elegías más que simples canciones, le viene de ser un hijo de un profesor de literatura y una bibliotecaria. En efecto, es un Letraherido y biblioencandilado desde la cuna.
Hace muchos años, un músico -diletante por su puesto- me dijo que alumbraba sus letras al tun tun, sin más fin que el de encajar -según su dudoso criterio, claro- en las melodías. No es ése el caso de Nick Cave. En El crooner de los infiernos, letra y música obedecen a sendos afanes igual de graves y densos.
Me ha llamado especialmente la atención que su universo literario sea el estadounidense. Esa América mítica para todos los amantes del rock, modelo de un buen número de esas imágenes a las que el rock alude. Por lo tanto, no deja de ser una paradoja que, una estrella errante como él, nunca haya residido en Estados Unidos. Territorio mítico más que metrópoli de un imperio, que según algunos comentaristas está comenzando a desvanecerse, en el Profundo Sur estadounidense, el de los linchamientos, sitúa Bline Lemmon Jefferson. Además de una canción de Junkyard (1982) -uno de sus álbumes con The Birthday Party-, es una prosa incluida en King Ink. También tiene su gracia esa intertextualidad de El crooner de los infiernos.
Publicado el 17 de abril de 2012 a las 17:00.