La vanidad de los Duluoz
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "La vanidad de los Duluoz" de Jack Kerouac. Beat Generation.
Kerouac coincidió con Balzac en un par de cuestiones: extraer la materia literaria de la propia experiencia y agrupar todas sus obras en un gran fresco. A excepción de la póstuma Pic (Granica, 1972), protagonizada por un niño negro, todas las novelas que el norteamericano concibiera entre La ciudad y el campo (Caralt, 1971) y Sartori en París (Losada, 1968) acabaron formando parte de una misma "comedia", a la que llamó "La leyenda de los Duluoz". La última entrega de ese gran retrato de su generación, que abarca la práctica totalidad de la narrativa de Kerouac, es La vanidad de los Duluoz, publicada en España por Anagrama en 1997, treinta años después de su primera edición estadounidense.
Aunque Duluoz es el apellido con el que el novelista se nos presentara en una de sus obras más difíciles y experimentales, Visiones de Cody (Grijalbo, 1975), Kerouac ya no es el mismo que fue en los 50, cuando redactó las que se han dado en llamar sus "novelas de carretera". De esa necesidad imperante, que le lleva a escribir En el camino (Losada, 1959) en un rollo de papel continuo para no tener que perder el tiempo cambiando los folios, no queda nada. Ese fluir de la conciencia que inspiraba su prosa discurre mucho más sosegadamente. La concepción de La vanidad..., que le ocupará desde 1963 hasta 1967, ya no es espontánea. De hecho, en el primer párrafo, advierte de su propósito de renunciar "a las libertades que me tomaba con la puntuación".
Y si el Kerouac que escribe La vanidad... ya se ha apartado de los beats para refugiarse en su familia -a Ginsberg (Irwin Garden) lo describe como "un libertino que sólo piensa en acariciar piernas"-, el Kerouac que protagoniza la novela es anterior a ese mito del que, a todas luces, quiere distanciarse.
En esta última crónica de su juventud, el escritor nos remite a sus glorias deportivas; a su época de marinero, que aprende a moverse por la cubierta de los buques con la misma facilidad que posteriormente el Kerouac vagabundo lo hará por los vagones de los trenes; a su patriotismo, que le lleva a enrolarse en un mercante que transporta explosivos a Inglaterra en plena guerra; a la fascinación que le inspiran los primeros delincuentes que conoce -sentimiento que alcanzará el paroxismo en su amistad con Neal Cassady- y, por encima de todo ello, a su llegada a la Universidad de Columbia, donde conocerá a Burroughs (Wilson Holmes Hubbard), Ginsberg y los demás. Nada de esto, según el propio autor, serán más que "vanidades" de juventud.
Quien busque en este texto algo de aquella exaltación de la primera lectura pública de Aullido descrita en Ángeles de desolación (Caralt, 1975), no lo hallará. Ahora bien, esto, en modo alguno, ha de entenderse como menoscabo a un libro de lectura indispensable para los numerosos admiradores del novelista. Eso sí, ha quedado como prueba de lo apartado del resto de los beats que se encontraba Kerouac cuando murió.
(Publicado originalmente en La esfera, en marzo de 1998)
Publicado el 1 de abril de 2012 a las 12:15.