Diecinueve
En las próximas semanas hará un año que no frecuento la noche. Mis mañanas se han vuelto más luminosas. Al menos lo suficiente como para redescubrir la gracia de lo que guardan las primeras horas. Ha sido como volver a un mundo apacible: el de Madrid al mediodía. Lo perdí durante los veintiocho años que mitifiqué las emociones que me proporcionaron las madrugadas. Ahora soy consciente de que esa gente que puebla la ciudad en las horas laborables con sus agobios, sus gestiones y sus mezquindades son lo verdadero. La noche es para los fantasmas, los alucinados y los jóvenes que aún creen en la seducción y otras supuestas maravillas.
Hace un tiempo, entrevistando a un conocido artista con motivo de la inauguración de una muestra de su obra, mi interlocutor, recordando todo el whisky bebido en esas noches que perfectamente pueden prolongarse durante un par de días, me decía que lo que hay es esto: la sobriedad y las horas laborables. Buscar estimulantes para la realidad es engañarse. Más temprano que tarde caen todos los embustes y siempre traen consecuencias. El de la ebriedad es un don maldito. La vida transcurre de día. La noche es tiempo que se roba al sueño, más cercana a la muerte que a la existencia.
Como se ve, he aprendido la lección. Ahora aborrezco la teatralidad de los borrachos con la intransigencia del converso. La lucidez del alcohol también es mentira. Y sin embargo, hay veces que recuerdo a aquellas camareras que se quedaron entre las sombras con su infinita gracia. Como las criaturas de la noche cuando despunta el día.
Original de Luis Cernuda, Otros tulipanes amarillos era uno de mis poemas favoritos en mis primeras madrugadas. "Ya en tu vida las sombras pesan más que los cuerpos", reza uno de sus versos. Entonces me ganó por su lirismo. Ahora por su falta de retórica.
Publicado el 30 de noviembre de 2011 a las 02:45.