(viene del asiento del 12 de octubre de 2017)
La muerta enamorada (1836), de Théophile Gautier, es un relato romántico canónico. Su propio título lo deja bien a las claras. Pero rezuma un anticlericalismo que ha venido a recordarme la eterna pendencia con el papismo de los góticos ingleses: Ann Radcliffe, Matthew G. Lewis... Clarimonda, su protagonista, además de una vampira singular -se vale de una aguja de oro para la extracción de la sangre de sus víctimas-, parece ser un súcubo que tienta a Romuald el día que va a ser ordenado sacerdote. Que sea un Romuald, ya viejo, quien cuenta la historia como un asunto de su juventud a un joven cura es un procedimiento que me seduce.
Ya en su nueva parroquia, Romuald es requerido para dar una extremaunción. Cuando acude al lugar donde se le llama, la dama, a la que debía bendecir con el último sacramento, no es otra que Clarimonda. Prendado de su belleza y creyéndola cadáver, la besa en los labios. Al punto, la muerta enamorada resucita. Es el comienzo de un apasionado amor que se desarrolla en las noches de Romuald, cuando mediante oscuros prodigios se convierte en el amante de Clarimonda en Venecia. La sombría experiencia del joven no se le pasa por alto al abad Serapione, uno de los superiores del Romuald, a quien advierte que está jugándose la salvación de su alma. Como el joven cura insiste en su nefasto amor -que sí parece cierto- a Serapione no le queda más remedio que mostrarle la tumba donde yacen desde hace mucho tiempo los restos de Clarimonda, quien -en efecto- resulta ser un súcubo de Belcebú.
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Publicado el 28 de noviembre de 2017 a las 12:15.