Hace tiempo que siento verdadera aversión por Apple y por lo que Apple significa. Tengo un iPhone (de segunda mano, regalado), un iPod Touch (comprado con conciencia) y un Mini Mac (que por su tamaño era el único que podía conectar a la televisión y al equipo de alta fidelidad). Como electrodomésticos (o technodomésticos) son apreciables, pero distan mucho de la perfección que comúnmente se les atribuye. Se asegura que son eternos, pero a mí en los últimos quince años sólo se me ha cascado un ordenador, de los varios que he tenido: el Mac. Se afirma que son sencillos e intuitivos, pero a mí me parecen mucho más obstusos que los sistemas de Windows y Android, aunque éstos hayan sido -si lo han sido- copia de Apple. Son además, terriblemente rígidos e inflexibles: tienes que usar los programas que ellos te dicen, organizar las carpetas como el aparato te manda y pasar todos tus archivos por el exprimidor que haga falta para poder verlos o usarlos en el Apple. Si yo voy a casa de un amigo y me habla de una canción magnífica que yo no conozco, le doy mi teléfono HTC o Samsung y me la carga en un momento, pero si le doy mi iPhone ya hemos llegado a la catástrofe: no puede hacerse, salvo que me sincronice todos sus archivos o arme un sindiós. ¿Flexibilidad, libertad, comodidad, intuición? Palabrería.
Son silenciosos, los más silenciosos. Y son hermosos, los de mejor diseño. Están en la vanguardia: van siempre un paso por delante desarrollando smartphones, reproductores musicales, tabletas... No es poca cosa, pero no es más que eso. La religión que se ha creado alrededor de Apple, de la que forman parte muchos revolucionarios de salón (hay una gauche iPhone mucho más absurda que la gauche caviar), es un buen signo de los tiempos que vivimos. Hacer cola durante una noche para comprar el iPhone 4 el día que aparece (y poder así tirar el iPhone 3, tremendamente desfasado) debería ser tratado como enfermedad mental.
Cuando murió Steve Jobs (que por lo que han ido contando luego sus biógrafos debía de ser un cabrón redomado) parecía que había muerto el mismísimo Pericles, o Gutenberg, o Pasteur. "El hombre que cambió el mundo", titulaban los periódico. ¿A qué estamos empezando a llamar "cambiar el mundo"?
Traigo todo esto a colación por el informe que ha publicado estos días The New York Times, que revela que en las fábricas chinas que sirven a Apple se trabaja en régimen de semiesclavitud. O cuando menos de explotación absoluta. Sueldos menos que misérrimos, horarios interminables y condiciones inhumanas. Mientras tanto, los beneficios de la compañía han aumentado en el último trimestre de 2011 hasta batir un récord: 13.000 millones de dólares.
No sé si ésta es la forma de cambiar el mundo ni éstos son los valores de los que tanto hablamos. Es cierto que los esclavos chinos, a pesar de su esclavitud, estarán encantados, porque por lo menos alimentan a sus familias. Y es cierto que en estos tiempos desnortados las ventas de Apple, incluso cuando saca puro humo, como con el iPhone 4S, no hacen más que crecer. Pero queda por ver si de verdad esta radiografía nos parece bien. Si esto es lo que queremos. Si a eso llamamos riqueza. Los valores, la ética. La humanidad. E incluso la compasión.
Publicado el 29 de enero de 2012 a las 01:30.