Archivado en: Pederastia, Iglesia Católica, Sueños
Es posible que yo sea mala persona, pues a menudo me salen piedras del corazón. Malos sentimientos. Rencor, cólera, venganza. La conciencia la tengo tranquila, porque esos reconcomios siempre son reacción a algo, respuesta a actos o a comportamientos indeseables e insociables. Como siempre he sido enclenque y cobarde, cuando de niño me pegaban en el patio del colegio -que no es que pasara normalmente, creo- o me llamaban ‘cuatro ojos' o alguna de esas lindezas que los dulces niños dicen a sus semejantes (pura pureza), nunca devolvía el golpe, pero me habría gustado hacerlo. Nunca he creído que haya la misma culpa en el que da el golpe que en el que lo devuelve. Y nunca he creído, por lo tanto, que sea igual de insana la maldad que el resentimiento: éste necesita de aquélla, mientras que aquélla se basta sola.
Esta semana he tenido tres cenas con amigos, y en dos de ellas, de una forma espontánea, mis contertulios han manifestado la felicidad que obtendrían si, como algunos empiezan a fantasear, se llegara a dictar una orden internacional de detención contra Benedicto XVI y fuese detenido o tuviera que quedarse recluido en El Vaticano el resto de su vida (podría a viajar a Estados Unidos, a Corea del Norte y a Israel, que son, según se recuerda en la última película de Polanski, El escritor, los países que no reconocen a La Haya). Yo, que tengo piedras en el corazón, me he apresurado en las dos cenas a compartir esa fastasmagórica alegría con mis amigos. Todos hemos manifestado, con evidente exageración, que si ese hecho sucediese podríamos ya morir tranquilos, satisfechos, casi en paz. Hemos acabado brindando para que ocurra, pero con la misma melancólica mansedumbre con que se brinda por ejemplo en Nochevieja para que el porvenir sea venturoso: sabemos que tarde o temprano dejará de serlo.
En octubre de 1998, nos pellizcábamos para saber si estábamos despiertos: acabábamos de oír que en Londres habían detenido a Pinochet en cumplimiento de una orden de busca y captura emitida por Garzón (ese gran prevaricador). Nos quedaron marcas en los brazos y en los muslos durante varios días, pero era verdad. Hace dos años, los norteamericanos se frotaban los ojos con incredulidad: un hombre negro acababa de ser elegido presidente del país. La mayoría de ellos no creían que fueran a ver algo así en el transcurso de su vida. Y sin embargo lo vieron, lo vimos. Ahora nadie cree seriamente que vayan a detener a Benedicto, pero ¿y si lo detienen?
Mi amigo Viñas (que no era ninguno de los que brindó conmigo esta semana, pero que habría brindado con gusto) está convencido de que Ratzinger es el Anticristo. Por lo visto es el penúltimo Papa, según no sé qué profecía (quizá las de Nostradamus, pero es que no estoy muy ducho en profecías), y uno de los dos últimos tiene que ser el Anticristo, al parecer. Desde luego, Benedicto tiene todo el aspecto. Esa cara de viejo sarnoso, decadente, depravado, intrigante. Ese amaneramiento siniestro, delicuescente. Parece una bruja de cuento (más que un ogro, lo siento).
Yo nací en una familia de clase media. Mis padres, que son católicos, decidieron que iban a hacer un esfuerzo extra (trabajar más, ahorrar más) para que yo pudiera ir a un colegio privado religioso que había en el barrio. En aquella época no había conciertos y los colegios privados costaban un dineral, pero lo importante era mi educación, mi futuro. Fui allí durante once años. El colegio era San Viator. José Ángel Arregui, el clérigo al que han detenido ahora en Chile, llegó a ese centro dos o tres años después de que yo me fuera. En mi época había al menos dos ‘hermanos' que, si no abusaban de los alumnos (no tengo constancia de que ocurriera), estaban deseando hacerlo.
Que la Iglesia Católica Apostólica y Romana sostiene una doctrina que violenta hasta extremos absurdos la naturaleza humana y que predica comportamientos sexuales irrazonables es una evidencia que sólo no ven los que se ponen una venda para no ver. No es que los pederastas se metan a curas (ya nadie se mete, de hecho), sino que la obsesión enfermiza por reprimir la propia sexualidad y la de los demás acaba creando monstruos. No es sólo el celibato: es esa visión torcida y retorcida de la sexualidad como procreación, de la castidad angélica, de la homosexualidad como desviación. El catolicismo es una máquina de crear sociópatas sexuales.
Precisamente porque es un mal que forma parte del engranaje, del propio sistema, no han tenido el valor de denunciar y de actuar. Porque lo malo no es que hubiera curas pederastas, sino que durante décadas se les haya estado protegiendo "por el bien de la Iglesia Universal", como dijo Ratzinger en la carta de 1985 que se acaba de publicar. Es decir, para evitar que los fieles llegaran a las conclusiones a las que están llegando ahora. Que la podredumbre no es un accidente, sino una arquitectura.
El mensaje de Cristo, para quien crea en él, puede recobrarse. Pero para ello es cada vez más necesario que un juez dicte una orden de busca y captura contra el que dice representarle, contra el que asegura que es su voz en la tierra, y que algún policía le detenga luego.
Mientras tanto, no dejéis que los niños se acerquen a ellos.
Publicado el 10 de abril de 2010 a las 02:00.