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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

De Aristóteles a Villa, a pase de Xavi

Archivado en: Selección Española, Fútbol, Mundial, Puyol

La aficiónEn estos últimos días -o semanas- estoy desmadejando mi personalidad a propósito del fútbol. Ya he escrito varias veces antes sobre ello, sobre el virus mortal que inocula el fútbol en las sociedades en las que vivimos. Las aberraciones racistas u homófobas que se oyen en los estadios, la virtualidad con que viven sus vidas cientos de miles de personas a las que lo único que importa es la marcha de su equipo, el mesianismo o el fanatismo que se cuece en ese caldo, el infantilismo que rezuma toda la parafernalia futbolística... Esta semana Rosa Montero publicaba en El País un artículo titulado "El gen de la horda" que resume toda esa miseria casi biológica que hay en nuestro comportamiento de hinchas. Lo que hemos visto estas semanas -y lo que veremos el domingo- lo ejemplifica todo punto por punto: congregaciones de gente en un número que no se consigue reunir para ninguna otra causa, por justa que sea, sobredosis informativas, altercados violentos protagonizados por los exaltados, llantos depresivos de los perdedores, etcétera.

Este es el anverso, que conozco bien y sobre el que he meditado a menudo. Ahora viene el reverso. Resulta que soy feliz cuando gana el Atlético de Madrid -pocas veces, lo sé- o la Selección Nacional Española -tampoco muchas más, hasta los últimos tiempos-. Resulta que cuando Puyol se levanta en carrera y cabecea con rabia para mandar el balón al fondo de la portería se me saltan las lágrimas y empiezo a dar saltos y a gritar como un energúmeno. Resulta que me cambia el humor. O que vivo con una cierta tensión los prolegómenos de la final del domingo, como si fuera algo realmente importante para mí: el fallo de un premio literario, la admisión en un puesto de trabajo, el resultados de unas pruebas médicas.

Trato de calibrarlo todo y de poner en ello racionalidad. ¿Qué me importa a mí que once individuos a los que no conozco de nada -me digo- ganen a otros once? ¿Va a cambiar en algo mi vida objetivamente? ¿Tendré más dinero, me querrán más mis amigos, encontraré un buen trabajo, será el mundo más justo, aumentará el número de mis lectores? Es una pregunta anticipadamente retórica, porque sé que la respuesta es invariablemente negativa. El paso siguiente es preguntarse cómo es posible entonces que tantas personas inteligentes (no hablo de mí, por supuesto, porque luego algunas monjas lectoras me acusan de soberbia, que es uno de los peores pecados capitales y vas derecho al infierno si lo cometes) se dejen arrastrar a esa sinrazón desbocada. Durante este Mundial he estado en un encuentro de escritores en el que se cambiaron algunos horarios para poder ver el España-Honduras. He compartido luego veladas con licenciados de todas las ramas, con filólogos, historiadores, jueces, médicos, profesores, comunistas, socialdemócratas, homosexuales, heterosexuales, andaluces, belgas y hasta con algún cura. Lectores de Wittgenstein o narradores de última generación que a la hora de la verdad agarraban una cerveza helada, como en la caricatura, y se sentaban frente al televisor a ver el partido con sudores fríos y con las venas de las sienes hinchadas por la congestión.

¿Es un gen? Seguramente debe de ser algo así. Una impronta primaria, una huella atávica, una tara ancestral. Igual que el amor o que el sexo, si lo miramos bien, sin apasionamiento, sin filosofías baratas. ¿Alguien puede explicar razonablemente el amor, incluso recurriendo a la poesía? ¿Y el sexo? Dos individuos  -o más, no quiero ser pazguato- desnudos revolcándose e intercambiando secreciones, respirando agitadamente, haciendo acrobacias imposibles. Eso sin contar todo lo que en muchas ocasiones lo ha precedido: cortejos ridículos, conversaciones insustanciales, requiebros, disimulos... En fin, que si me apuran me parece mucho más sensato sentir felicidad por el gol de Puyol que por un coito, aunque por razones también genéticas tendamos a primar nuestros desahogos sexuales frente a nuestras pasiones futbolísticas, incluído Manolo el del Bombo.

Somos así, qué le vamos a hacer. No sólo tenemos el gen de la horda, sino otros muchos genes de mecánica defectuosa y efectos devastadores. Lloramos por los muertos que sabemos que se van a morir, amamos a los vivos que no nos aman, fornicamos con cuerpos compuestos por células y vivimos el triunfo o el fracaso de once muchachos como si fueran nuestros propios triunfos o fracasos. Quizá pensar que el buen salvaje roussoniano no se comportaría así si hubiera recibido una educación distinta (una educación mejor) es la mayor de las estupideces que se han dicho en la historia de la filosofía y uno de los puntos negros de todo nuestro pensamiento.

Esto no quiera decir, sin embargo, que no haya estos días, a propósito del fútbol, un espectáculo glorioso y poco edificante fuera de los estadios y de las hinchadas. Íñigo Urkullu declarando que en las competiciones deportivas él sólo desea que gane el mejor, sea quien sea; Puigcercòs asegurando que la selección española sería mediocre sin los jugadores catalanes; o La Razón titulando el jueves "España vence unida", son muestras de la estulticia más soberana. Parece que el PIB del ganador del Mundial subirá cinco décimas más de lo que estuviera previsto, gracias al estado de ánimo de sus ciudadanos, al turismo derivado y a la imagen del país que queda en todo el mundo. Es una buena razón para animar el domingo. Es posible también que la selección, si los éxitos continúan, consiga vertebrar el país mejor que las carreteras, los partidos políticos, las series de televisión y la gastronomía, y nos permita dejar de oír esa música cansina y perpetua de los nacionalismos diversos. Es posible que logre por fin quitar ese polvo de historia que tiene la bandera rojigualda y que aún impide a muchos lucirla con normalidad (y no digamos con orgullo). Es posible, en fin, que la Selección haga milagros. Las lágrimas de alegría por sus goles no serían entonces sólo una condena atávica, sino también una bendición ilustrada.

Desconfío de los que viven en la horda y para la horda, siempre lo he hecho. Pero desconfío también de los que abominan mecánicamente de la horda, de los que creen que cualquier cosa multitudinaria (un libro de éxito, una canción de moda, un partido político mayoritario, una final de un Mundial) es por definición nociva. Los primeros son fascistas en potencia. Los segundos son aristócratas melancólicos. No es que sean ni mucho menos lo mismo, pero ninguno de los dos trae nada bueno.

A por ellos.

Publicado el 10 de julio de 2010 a las 03:00.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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