Archivado en: Saramago, Premio Nobel
El día 8 de octubre de 1998 estaba yo sentado en el stand del Grupo Anaya de la Feria de Francfort, descansando, cuando pasó frente a mí José Saramago. Iba con aire despistado, balanceando en su mano una cartera de cuero muy vieja y oteando el panorama de los estantes llenos de libros. Yo había leído poco antes Ensayo sobre la ceguera, uno de los libros que más me han impresionado nunca, y Casi un objeto, una colección de relatos en la que había dos o tres cuentos magistrales, irrepetibles. Le vi pasar frente a mí con admiración. Con envidia.
Tres o cuatro horas más tarde, la noticia corrió por la Feria, sobre todo por las vecindades ibéricas: Saramago acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. Como soy un poco adolescente de espíritu, me emocionó esa casualidad, la de haber visto a uno de los escritores que más me habían conmovido en los últimos tiempos justo en los momentos previos a que la gloria le cayera encima. Recordé su forma de caminar, balanceándose, solitario, sin gente que le acosara. Recordé su cartera vieja, de profesor chiflado. Pensé que seguramente el que yo vi iba a ser uno de los últimos paseos anónimos que Saramago daría en su vida, sobre todo en un ambiente como ése de la Feria del Libro. A partir de ese momento le abrumarían la fama, el asedio, los requerimientos. El amor de los demás, que a veces es una losa. Me he acordado muchas veces de ese instante. El filo de una navaja que pude contemplar.
Él se enteró de la concesión del premio en el aeropuerto, pero ya no se fue. Se quedó allí, en la que en esas fechas es cada año la capital del libro. Esa noche, su editorial española, que era y es la mía, Alfaguara, le organizó una pequeña fiesta en una habitación del hotel (si no me falla la memoria) Frankfurter Hof. Fue sólo un brindis humilde, hecho casi a su pesar. Saramago estaba cohibido, avergonzado de tanto honor. Saludó a quienes le saludaban, dijo unas palabras de agradecimiento. Me acuerdo de que me sentí feliz. Feliz de que alguien a quien yo había leído con devoción ganara un premio que le reconocía. Y feliz de que alguien tan poco engolado -en un mundillo en el que el engolamiento es lo habitual- pudiera estar ahí, en el centro del mundo. Tal vez creí en ese instante que la justicia existe a veces.
No siempre he estado de acuerdo con las actitudes políticas de Saramago, pero me ha parecido ejemplar que las tuviera sin fatiga ni reposo, hasta el último aliento. Me gusta la gente que se mancha las manos y cada vez desprecio más a los que se las lavan continuamente. Incluso con aquellas palabras que no he compartido he tenido la sensación de que estaban dichas por un hombre bueno. Hoy leo, con estupor, que el Vaticano aprovecha su muerte para denigrarle. Cada vez va estando más claro quiénes irán al cielo y quiénes al infierno cuando llegue el día del Juicio Final.
Publicado el 20 de junio de 2010 a las 10:45.