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El otro día, en torno a una mesa de taberna y a unas cervezas, estuve hablando con unos amigos de uno de los temas que más me aturden -para lo bueno y para lo malo- en los últimos tiempos: la cultura digital. Como es inevitable pasar una y otra vez por los tópicos, como sísifos irredentos, hablamos de la venta de música -en discos o plataformas digitales- y de la asistencia a conciertos. Y entonces se produjo ese momento mágico que me electriza. Uno de mis amigos repitió una de esas ideas reaccionarias que ha calado entre los partidarios de la cultura gratis -que no libre- y que nos devuelve a la oscura noche de los tiempos: "Los músicos tienen que ganarse la vida dando conciertos. A mí no me parece bien que uno componga una canción en diez minutos y se haga rico para el resto de su vida".
Pueden encontrar opiniones idénticas, expresadas casi siempre con mayor virulencia, en cualquier foro de Internet dedicado a comentar noticias de cultura digital. Estamos regresando a esos tiempos en que a los artistas se los tenía por vagos y hasta por maleantes. Ninguna señora decente quería que su yerno fuera músico, escritor o cómico, en sus distintas modalidades. "Eso no es trabajar", se decía. "Trabajar es cavar zanjas al sol, madrugar antes de que amanezca y, sobre todo, hacer algo que te desagrade. Lo demás son mariconadas. Si uno quiere componer canciones y redactar versos, que lo haga en sus ratos libres. Como el ganchillo, las maquetas de barcos o la filatelia".
Los artistas somos así: nos sentamos diez minutos, componemos Yesterday, El corazón partío o Yolanda, y hala, a vivir en el Caribe a todo trapo. Es verdad que los escritores lo tenemos un poco más difícil, porque escribir Harry Potter, Soldados de Salamina o incluso Millenium te lleva algo más de tiempo. Cuando llegas al Caribe los músicos ya están morenos.
¿Cuántas canciones se componen cada año en España? ¿Y en el mundo? No tengo ni idea. Yo diría que centenares de miles. Si en nuestro país se escriben anualmente unos cincuenta mil libros, según calculó alguien recientemente tomando como base lo que las editoriales reciben, supongo que se compondrán al menos cuatro veces más canciones. De esas canciones y esas novelas, la mayoría -un 95%, quizá más- no son publicadas y no obtienen, por lo tanto, ninguna remuneración. Más aún, son gravosas para el artista, porque para grabarlas, aunque sea artesanalmente, ha tenido que incurrir en gastos. Incluso la novela, que no tiene costes de producción, debe ser imprimida y enviada por correo al editor. Del 5% restante de canciones, la inmensa mayoría pasan inadvertidas. Tienen ventas escasas o prudentes. O ventas relativamente exitosas que le permiten al autor cobrar, pongamos por caso, treinta mil euros durante el año del lanzamiento. Y hay, por fin, un porcentaje ínfimo de canciones (habrá que usar decimales para fijarlo) que triunfan sin restricción, que arrasan. Que hacen rico a su autor y lo mandan de cabeza al Caribe. ¿Una entre mil? ¿Entre diez mil? ¿Entre cien mil, si tomamos como base no las editadas, sino las que fueron compuestas?
Una entre mil, entre diez mil o entre cien mil, pero es ésa justamente la que nos interesa, la que nos llama la atención, la que nos parece emblema de la gran injusticia. Hay cientos de músicos muertos de hambre o quitándose horas de sueño para poder componer después de servir copas en un bar o dar clases de inglés en una academia, pero quien nos preocupa es Sabina, ese gran vago, que hizo un puñado de canciones magníficas -en diez minutos y por casualidad, no porque tenga talento- y desde entonces vive de las rentas.
Yo, que soy un autor respetado por los críticos -modestia aparte- y con una ya larga trayectoria literaria, hice hace poco un cálculo de lo que ganaba con la escritura y resultó que la hora de trabajo -sin contar las horas de reflexión y de prolegómenos, porque sólo faltaría que además fuéramos a cobrar por observar el mundo y tratar de metabolizarlo- me salía más o menos a la mitad de lo que le pago a la asistenta que viene los martes y los jueves a planchar. Y yo, dentro de lo malo, soy un afortunado. Tengo colegas a los que la hora les sale aún peor y conozco gente que después de darle vueltas durante dos años a una novela tienen que guardarla en un cajón. Pero el que nos importa aquí es el cabrón de Cercas (no hablo ya de García Márquez o de Rowling, los grandes depredadores de la humanidad), que saca un librito hablando de un asunto de la Guerra Civil y se forra. Qué vagos, los artistas.
Yo, como mi amigo, estoy también en contra de que uno de estos holgazanes se haga rico por las buenas. Eso sí, me parecería justo, en contrapartida, que ninguno de los otros fuera pobre. Yo estoy por una opción comunista: le ponemos un precio a la canción -cincuenta euros, por ejemplo- y a la novela -diez mil euros las de menos de doscientas páginas y quince mil las más largas- y abrimos en el Ministerio de Cultura una ventanilla para que los artistas pasen por allí a cobrar. Todos. Los inmortales y los inéditos. Los que tienen chispa y los que sólo tienen ceniza. Lo mismo por Mediterráneo que por Mis ojos tristes, que ha compuesto un amigo mío sin que nadie quiera publicársela. O incluso, si me apuran, más por Mis ojos tristes que por Mediterráneo, porque Serrat es un tío bregado y seguro que compuso la canción en media tarde, y mi amigo, que no tiene muchas luces musicales, se ha pasado tres meses corrigiendo compases, haciendo arreglos y revisando las rimas de la letra. Y con las novelas, igual: yo sé que García Márquez escribe con una envidiable soltura, casi al dictado de su cabeza, de modo que es razonable que me paguen más a mí, que tengo que pelearme con las frases, corregir, tachar, reescribir.
Si el presupuesto (público) se nos dispara, siempre nos queda la posibilidad de poner en la ventanilla del Ministerio comisarios artísticos que decidan qué es bueno y qué es malo. Esta canción es genial, quinientos euros; ésta es mediocre, cinco euros; ésta es indigna, a prisión con el autor. ¿Es relevante a la hora de ganar dinero que la canción que uno ha compuesto esté en dos millones de iPods o esté en cien? En absoluto. Lo relevante deben ser los madrugones que se pegue el autor, los kilómetros de carretera que recorra en una gira, los bises que haga en un concierto. Ya lo dijo el Arcángel San Gabriel (creo): ganarás el pan con el sudor de tu frente. Y cuando Caín, que tenía ínfulas artísticas, le preguntó por el valor del talento, el Arcángel respondió: "Eso son mariconadas".
"Yo soy carpintero y no cobro cada vez que alguien usa el mueble que he fabricado", dice uno. "Yo soy albañil y me encantaría cobrar cada vez que alguien pasara por la puerta que he construido", dice el otro. "Yo soy técnico informático y me pagan un sueldo, no una comisión cada vez que alguien usa un ordenador que yo he arreglado", dice el de más allá. España de pandereta, de sacristía. Luces cortas, capacidad de pensamiento limitado. Incapacidad de discernir, de saber qué es un trozo de tocino y qué es una velocidad. Por eso lo mejor va a ser poner una tarifa fija por canción. Y que se pague del erario público. O suprimir las canciones, que tampoco hacen tanta falta.
Se dice muchas veces que para hacerse rico hay que haber cometido algún delito. Haber sobornado, haber cruzado la línea de la legalidad, haber abusado de los débiles. Leemos las listas de los hombres más ricos del mundo y pensamos que algo tienen que ocultar. Banqueros, constructores, traficantes, dirigentes de grupos de comunicación... "Nadie se hace rico trabajando honradamente", es la expresión que se usa. La única excepción en esas listas quizá sean los creadores, que a veces aparecen: JK Rowling, Paul McCartney. Claro que a éstos lo que les falla es el verbo, no el adverbio. Podemos pensar que Florentino Pérez o Amancio Ortega han llegado a ser millonarios trabajando no del todo honradamente. Almudena Grandes, Aute, Javier Bardem o David Bisbal, en cambio, son seguramente honrados, pero no han pegado un palo al agua en su vida. En una tarde compusieron una canción, y al Caribe.
Publicado el 27 de abril de 2010 a las 16:15.