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En los días siguientes a las elecciones generales de 2008, una amiga escritora dijo que la mejor prueba de hasta qué punto la sociedad española estaba despeñándose hacia el extravío era el ascenso y la gloria de Rosa Díez, cuyo partido se había convertido a nivel nacional en la cuarta fuerza política, lamiéndole los talones a Izquierda Unida, y había conseguido entrar en el Parlamento gracias a su escaño en Madrid. Pues bien, han pasado algo menos de dos años y ese extravío se ha consumado: en la encuesta del CIS que se acaba de hacer pública, Rosa Díez es la política mejor valorada de España.
Rosa Díez, como se ha recordado tantas veces, era consejera de Turismo del Gobierno Vasco cuando en 1998 el PSE, su partido de entonces, decidió romper el pacto con el PNV y pasar a la oposición. Todo el mundo -menos ella- asegura que Díez se opuso a esa decisión argumentando que la transversalidad del gobierno funcionaba bien y que el entendimiento entre nacionalistas y no nacionalistas era la única vía posible de pacificación del País Vasco: justamente las ideas que pisoteó luego para ganar popularidad. Es evidente que todo el mundo tiene derecho a rectificar y a cambiar de rumbo, desde Federico Jiménez Losantos hasta Rosa Díez. Pero en España tenemos una figura histórica, la del judío converso, que espeluzna; y produce espanto que alguien nos dé lecciones de lo contrario de lo que practicó.
La celebridad de Rosa Díez, sobre todo en Madrid, donde fue tan hospitalariamente acogida por la televisión regional, despegó en la época de la última tregua de ETA, cuando el Gobierno negoció -o dialogó, o estableció contactos- con los terroristas. Unida a los corifeos de la derecha más reaccionaria, comenzó a repetir lo que entonces eran estribillos goebbelianos: que el Gobierno estaba arrodillado, que iba a entregar Navarra, que iba a ofrecer la soberanía del País Vasco a cambio de la paz. Un presidente de Gobierno español -ni Zapatero ni San Pedro, que lo fuera- no puede ofrecer la soberanía del País Vasco ni entregar Navarra, aunque quisiera, pues no está en sus manos. Un Gobierno no tiene esa competencia, y su presidente menos. Esto lo sabían los corifeos y lo sabía Rosa Díez, que a pesar de ello -conviene recordar con detalle aquella etapa de la política española, pues fue paradigmática- repetía monótonamente lo mismo cada vez que le ponían un micrófono delante. Y veía que los aplausos a su alrededor crecían.
Rosa Díez perdió dos elecciones en el PSOE, ya se sabe. La primera, en el 98, contra Nicolás Redondo. La segunda, en el 2000, contra Zapatero. Tal vez fueron esos episodios los que forjaron su personalidad de hoy, pero la causa resulta indiferente para el análisis. El hecho es que Rosa Díez se ha autoproclamado la guardiana de las esencias democráticas, la líder de los nuevos modos políticos, la campeona de la honestidad y del coraje frente a la esclerosis de los demás. Sería tranquilizador poder decir que es sólo humo. No lo es: es populismo de la peor calaña. Populismo -si no se ofende nadie- argentino. Populismo del que penetra entre los descontentos, entre los enfadados, entre los que sin tener ninguna información -e incluso presumiendo de no estar informados- son proclives al panfleto, a la arenga y a la soflama. Populismo del que cala también entre algunas clases ilustradas -máxime con el cebo de Savater y Pombo- que, con espíritu adánico, creen de repente en la inmortalidad de las almas y en la resurrección de los cuerpos.
Lo dijo hace poco ella: hemos tenido la mala suerte de que coincidan el peor gobierno, el de Zapatero, con la peor oposición, la de Rajoy. Ella es la salvación, la iluminada, la mesías. Ella es la única que se ocupa de todo eso que preocupa de verdad a la gente: el terrorismo, los abusos nacionalistas, la imposibilidad de estudiar castellano en Cataluña, la delincuencia, el cumplimiento de las penas carcelarias...
Rosa Díez, la gran valedora de la democracia representativa y de las listas abiertas -ese gran monumento del populismo, por cierto-, ya ha tenido una escisión y varios motines en su partido a causa de su autoritarismo. Rosa Díez ha tratado de incorporar a su partido o a sus listas al padre de Mari Luz Cortés y a la madre de Sandra Palo, cuyos méritos políticos son tener hijas asesinadas. Rosa Díez se ha montado en un avión y se ha ido a El Aaiun en los peores momentos de la huelga de hambre de Aminatur Haidar para ver a la familia de la saharahui. Rosa Díez ha escrito un artículo sobre la ley del aborto que, ni blanco ni negro ni gris, trata de no disgustar ni a su pueblo de derechas ni a su pueblo de izquierdas. Rosa Díez, en fin, está siempre con el motor en marcha, como los bomberos, para predicar la Buena Nueva cuando se la necesite. ¿Es ambición? ¿Es locura?
La pregunta es retorcida, es casi una aporía: ¿un país que considera a Rosa Díez la mejor política puede llegar a encontrar políticos que lo enderecen? Lo decía mi amiga: hacia el extravío.
Publicado el 5 de febrero de 2010 a las 20:15.