El Puente de los Suspiros es uno de los lugares emblemáticos de Venecia. Incluso el turista más indolente y perezoso se acerca a mirarlo y se hace una fotografía ante él. Ahora está de obras. La fachada trasera del Palacio Ducal y la de la antigua prisión, unidas por el famoso puente en el que los condenados daban sus suspiros desolados, están cubiertas de andamios (ver Italia completamente restaurada es una tarea imposible, siempre hay que hacer planes de volver para poder contemplar las partes que estaban cubiertas en el último viaje). Como mandan los tiempos, los andamios no son ya vigas metálicas y tablones rústicos al aire, sino que están cubiertos de una gran lona que disimula esas fealdades prosaicas. El escándalo, desde mi viciado y tal vez leninista punto de vista, es que los andamios del Puente de los Suspiros estaban ocultos bajo un gran lienzo publicitario que cantaba la celestial divinidad de las plumas y bolígrafos Mont Blanc. Como una imagen vale casi tanto como mil palabras, pueden ustedes mismos observarlo en la fotografía.
No tengo nada en contra de la publicidad. Incluso me gusta. La encuentro útil, me ayuda a veces a informarme, me apega a algunos life styles (sabiéndolo yo o sin saberlo, pero con mi aceptación) y me parece una disciplina profesionalmente apasionante. Pero el primero de los principios de la vida, en todos sus órdenes, debe ser la prudencia y la mesura, como decían, con razón, las abuelas. Un poquito de templanza, de dignidad, de nobleza. Tener alma fenicia está bien, pero vender a tu madre es pecado. Y poner publicidad con ese desembarazo en el Puente de los Suspiros es mucho peor que vender a algunas madres.
Venecia es una gran caja registradora (ya habrá una cavilación a ese respecto). El Tío Gilito sería feliz allí, en sus canales. Se genera dinero suficiente para restaurar el Palacio Ducal por delante y por detrás e incluso para construir otro nuevo al lado (si hubiera algún solar). ¿Qué necesidad hay, por lo tanto, de cometer esas infamias, de envolver lo inmortal con papel de regalo de tres al cuarto? No sé cuánto le habrá costado a Mont Blanc la esponsorización (que es como se llama), pero es evidente que el organismo que gestiona el patrimonio veneciano ha considerado que perder esa cantidad es un remilgo innecesario. Un escrúpulo de espíritus puros.
Ése es el mundo en el que vivimos. ¿Tiene la culpa el ejecutivo de Mont Blanc? ¿El gerente del patrimonio italiano? ¿El turista imbécil que se compra una pluma después de ver el Puente de los Suspiros? ¿El Sistema, con grandes mayúsculas? ¿La LOGSE, incluso? No lo sé. Todos y ninguno. Pero es bueno que sepamos que no siempre fue así. Y es bueno que sepamos también que muchos de los males que padecemos tienen el mismo origen que esa avaricia inacabable. La fruslería esteticista de perder unos millones para no ensuciar el Puente de los Suspiros (diseñando una lona, por ejemplo, que reproduzca los ventanales ocultos) sería, a mi juicio, que es pequeño y tambaleante, la salvación. A veces parece sólo un problema de lenguaje, pero entre la ambición y la codicia hay universos de distancia.
Curiosamente, yo llevaba en el bolsillo de la americana un bolígrafo Mont Blanc que me regalaron en mi ex empresa cuando cumplí, como trabajador leal, diez años en la plantilla. Siempre me han parecido objetos tremendamente feos, pero escriben a la perfección. Estuve a punto de arrojarlo al canal que pasa bajo el puente, suspirando, pero al final lo guardé de nuevo. Sin embargo, juré allí mismo, poniendo a Dios por testigo, que nunca más volvería a comprar un Mont Blanc. Y desde aquí les invito a ustedes a que me secunden.
Publicado el 19 de mayo de 2010 a las 11:45.