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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Presuntos inocentes

Archivado en: Corrupción, Presunción de inocencia, Camps

Hace algunos días, El País publicó una carta al director en la que el remitente, cuyo nombre no recuerdo, reflexionaba con perspicacia acerca de la presunción de inocencia. Venía a mostrar de qué forma el uso torticero y malintencionado del lenguaje y de las grandes palabras, acuñadas en su momento para defender causas nobles, consigue que el abuso, la desvergüenza y la impunidad campen por sus fueros.

El buen hombre decía que la presunción de inocencia es algo de lo que disfrutamos ciudadanos como él, como yo o -quizá- como usted, lector de este blog. Ciudadanos que no tenemos ninguna cuenta con la justicia y que, de vernos implicados en algún asunto turbio, tendríamos a priori esa presunción de inocentes.

Los que ya hace tiempo tienen cuentas con la justicia y, a falta de juicio y de sentencia, han sido imputados de acuerdo a indicios, a testimonios y a pruebas diversas, no son ya presuntamente inocentes, sino presuntamente culpables. Quizá no jurídicamente, pero los preceptos jurídicos no son preceptos morales ni son las únicas luces que nos guían, por fortuna. Hay que recordar que existe la prisión provisional, las fianzas y distintas medidas cautelares -como la prohibición de salir del país- que se aplican a personas que aún no han sido condenadas y que por lo tanto mantienen, jurídicamente hablando, la presunción de inocencia. ¿Es razonable que esas personas puedan continuar su vida pública como si nada hubiera ocurrido?

Estoy hablando de política, no de otras cosas. Cuando se pide la asunción de responsabilidades políticas no se está pidiendo que a la menor denuncia o a la primera sospecha un diputado, un ministro o un alcalde dimitan. Eso sería tanto como hacerle el juego a los oportunistas o a los periodistas amarillos, que son, unos y otros, cazadorea voraces.

Pero cuando de alguien se han publicado grabaciones telefónicas vergonzosas que dejan a las claras que, delictivos o no jurídicamente hablando, sus comportamientos son turbios e inmorales, que aceptan regalos valiosos, que eligen el color del coche que les van a regalar, que presumen de haber colocado en empleos públicos a la mitad de la provincia, la suerte debería estar echada. Cuando alguien tiene unas cuentas bancarias tan extrañas que sonrojan, o cuando alguien que ha tenido ingresos millonarios declara ante el juez que "no recuerdo si yo tenía un trabajo remunerado porque los temas económicos los llevaba mi marido", lo de menos es cuál sea el veredicto judicial: ese individuo no es presuntamente inocente, sino culpable in pectore -amén de imbécil- y debe actuarse contra él como merece.

Todo esto, evidentemente, vale para cualquiera, sea cual sea su ideología y sea cual sea el partido político en el que milite. Si hay hampones en la izquierda, que vayan a la cárcel los primeros. Que dimitan los primeros. Los del caso Pretoria, los socialistas implicados en el caso Brugal, los alcaldes corruptos de algunas geografías andaluzas. Pero pretender hoy que en todas partes cuecen las mismas habas es ofensivo. Produce risa ver a Cospedal reivindicando la honestidad del PP y la moralidad de sus actos. Nadan en aguas fecales. La podredumbre de la Comunidad Valenciana no es menor que la de la Marbella de Gil: la Terra Mítica de Zaplana, los enredos inacabables de Fabra -con jueces dimitidos o trasladados que nunca acababan la instrucción-, los trasvases de cajas financieras de Costa, que prefiere los acabados de cuero en los coches, la amistad fraternal de Camps con El Bigotes, la basura alicantina a cambio de pisos en distintas escaleras y cruceros en yates, y un inacabable rosario de asuntos que tienen como resultado más evidente un paisaje, el del Levante, destruido y espantador. El aire de cloaca de Madrid no es menos pútrido. Desde el tamayazo, que fue el pistoletazo de salida de quienes tenían claro que la izquierda no debía gobernar en Madrid e hicieron lo necesario (nunca hemos sabido qué, cuánto) para que así fuera, la desvergüenza de los presuntamente inocentes ha sido extraordinaria. Decenas de imputados -tres de ellos diputados autonómicos, antes incluso un consejero áulico-, trasvase de dinero entre el gobierno y el partido a través de una fundación sospechosa y uso de los recursos públicos para servicios privados.

Los resultados judiciales nos dan igual. En el famoso caso Naseiro se absolvió a una probada pandilla de chorizos porque las escuchas telefónicas, que eran la prueba de cargo principal, fueron conseguidas ilegalmente. De que eran chorizos no quedaba duda, pero era imposible probarlo porque había que fingir procesalmente que no se habían escuchado las conversaciones que todos habíamos escuchado. El caso del espionaje madrileño ha sido sobreseído, y no sé si en la jueza ha habido pereza, parcialidad o profesionalidad, pero me da igual: la evidencia de que ha habido algo más que turbio en las fontanerías de Aguirre es innegable.

Ninguno de ellos es presuntamente inocente. Ya no. Son presuntamente culpables. Y, aunque los jueces les absuelvan, yo seguiré pensando que quien ha mantenido esas conversaciones telefónicas que todos hemos podido leer en los periódicos, y que nadie ha desmentido, no sólo no merece ostentar un cargo público: merecería ser un parado sin subsidio. Habrá quien crea todavía que todo es un montaje policial, una conspiración, un engaño. Eso no puedo objetarlo. No puedo discutirlo. Pero creánme: Elvis Presley no está vivo.

Publicado el 19 de septiembre de 2010 a las 15:45.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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