La verdad es que no paran de ocurrir cosas. Un bloguero eficiente -ese adjetivo que tanto fascina a los prohombres de hoy- tendría llagas en los dedos de tanto escribir. Yo, en cambio, como soy fundamentalmente perezoso y desganado, me regodeo en la indolencia. Este es el espíritu pig, que demuestra que nunca llegaremos a ser prósperos como los alemanes, aunque al menos nos quedará el consuelo, como dice Jordi Soler, de saber que disfrutamos más de la vida. Lutero, por una parte, y el clima invernal, por otra, marcan carácter. O, en el lado inverso, Santa Teresa de Jesús y las playas del Mediterráneo.
La semana pasada estuve en Hamburgo y en Bremen. Era un viaje vacacional programado hacía meses, antes de que la prima de riesgo fuera un órdago más que un envite, pero aproveché para hacer un trabajo de campo antropológico (hay veces, ya ven que pierdo la indolencia) y tratar de averiguar por qué los alemanes son alemanes. Ya les anticipo que no lo conseguí. El domingo, por ejemplo, se celebraba el Alemania-Dinamarca de la Eurocopa. Yo supuse que una buena parte de la población estaría leyendo a Kant o estudiando los revolucionarios modelos de productividad empresarial de la London Economics School, pero no era así: todos, como si fueran españoles, andaban disfrazados de hinchas con la jarra de cerveza en la mano. Y la cosa fue aún peor: ganaron 2-1 a Dinamarca, se clasificaron para los cuartos de final y comenzaron a celebrarlo como si hubieran ganado ya la Eurocopa: bocinazos de energúmeno, hordas callejeras medio desnudas, flamear de banderas y barra libre de alcohol. Incluso los españoles tenemos más recato cuando pasamos de ronda (cosa que hicimos al día siguiente, discretamente), y eso que la historia, a diferencia de a los alemanes, debería estimularnos al carpe diem futbolístico.
Tal vez la diferencia está en la sinceridad. Es posible que esa apariencia excesiva sea en los alemanes simplemente una representación cerebral de lo que deben hacer, y no una exaltación irracional, como en los españoles. No hay más que comparar, por ejemplo, las fotos de Angela Merkel y de Mariano Rajoy celebrando goles. La primera hace teatro; sabe que tiene que gritar y saltar, pero se le ve en la cara que es una actuación (como cuando sonríe a Hollande o dice públicamente que su gran apuesta es el euro). Es posible incluso que no tenga muy claro qué es un gol, o que lo sepa con la misma imprecisión con que sabe qué es un Banco Central. El presidente de las Islas Salomón, en cambio, es todo nervio, los músculos se le disparan pasionalmente, y hasta ese rostro algo bobo de pupilas siempre dilatadas cobra por un instante la vivacidad de la gloria. Es posible incluso que se esté conteniendo.
A partir de ahí, volvemos a Lutero y a Santa Teresa.
Publicado el 24 de junio de 2012 a las 12:00.