Archivado en: Almodóvar, La piel que habito
La semana pasada vi en París La piel que habito, que aquí estrenarán a principios de septiembre. Hace años que formo parte de esa legión de españoles que detestan el cine de Almodóvar, quien seguramente es el mejor director español vivo, pero que es también uno de los peores guionistas de toda la historia, por muchos Oscars que le den y muchas alabanzas que reciba. Sus historias, que tenían en los inicios (hasta Átame, quizá) una distancia irónica, autoparódica, voluntariamente kitsch y arrolladoramente moderna, estaban siempre lastradas por el caos narrativo y la falta de estructura, pero conservaban el alma y dejaban chispazos de genialidad. Luego Almodóvar empezó a tomarse a sí mismo en serio, pero sin renunciar del todo a ese mundo propio y excesivo que le había dado identidad. Los resultados comenzaron entonces a ser patéticos. En algunos casos, como en Kika, en Tacones lejanos, en Carne trémula o en La mala educación, porque todo era un sinsentido que invitaba además al aburrimiento. En otras, como Volver, Hable con ella o Los abrazos rotos, más celebradas por sus fans, porque la mezcla de tonos y estilos, el desbarajuste expresivo, las trampas del relato y los excesos las convertían en amalgamas insufribles. Una monja drogadicta con un tigre es un hallazgo sobresaliente en una película como Entre tinieblas, pero si metiéramos a esa monja y a ese tigre en Casablanca, por ejemplo, nos parecería un desatino. (Algunos gustan de llamarlo rasgo de estilo o mundo personal, pero es sólo un desatino). Y eso es lo que ha estado haciendo Almodóvar desde hace años: películas que, por partes, podrían haber dirigido Berlanga, Victor Erice, Kaurismaki y Nora Ephron, todos juntos.
La piel que habito no es ni mucho menos una película redonda, pero es la primera de Almodóvar de la que no he salido enfadado desde hace muchos años. Se ve con un cierto apasionamiento, con el aliento contenido. Se disfruta en la sala. Conserva todo lo bueno del director Almodóvar: una prodigiosa capacidad de crear imágenes, de deslumbrar con la composición visual, de hacer cine; y una maestría a estas alturas indiscutible dirigiendo actores, que son al fin y al cabo la materia prima del cine: Marisa Paredes abruma, Banderas regresa al castellano triunfalmente y Elena Anaya sabe emocionar cuando se lo propone (o cuando se lo proponen). Y no tiene (al menos en abundancia) los peores tics del escritor Almodóvar. Hay un clasicismo equilibrado en la construcción de la historia, quizá gracias a los méritos de Gonzalo Suárez, que, aunque no aparece en los créditos, dicen las malas lenguas que colaboró en la escritura del guión. Es verdad que luego, al salir de la sala, se le van encontrando las costuras más feas: episodios sin justificación, un gag (el de su hermano Agustín) inconveniente y algunos comportamientos de los personajes más trazados por la oportunidad que por la veracidad.
Lo peor de todo, sin embargo, es que la historia daba para mucho y se queda en casi nada. No he leído la novela en que está basada, pero la fábula sobre la venganza, sobre la identidad y su reconstrucción y sobre el dolor se quedan en La piel que habito en agua con azúcar. El personaje de Elena Anaya, sobre el que pivotan las metáforas de la película, no tiene demasiada alma. Y por eso, aunque durante las dos horas que se pasan a oscuras en la sala se sienta el pulso del cine en estado puro, después se va adelgazando el recuerdo.
Publicado el 23 de agosto de 2011 a las 11:45.