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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Chávez, más Chávez

Archivado en: Hugo Chávez, Pobreza, América Latina, Populismo

Chávez

Hay dos asuntos de la actualidad en los que yo, que soy tan sectario y tengo tanta facilidad para simplificar en tonalidades nítidas de gris muy claro o muy oscuro la realidad del mundo, no entiendo cómo se puede ser rotundo, terminante, imperativo. Uno es el conflicto palestino-israelí. El otro es Hugo Chávez. Y vaya por anticipado que las equidistancias, los términos medios y las neutralidades no son, como resulta evidente en este blog, opciones que entonen con mi temperamento.

He visto y leído mucho lo que ha ido apareciendo estos días acerca de la muerte del presidente venezolano. Muchas veces con estupor o con desconcierto. Del descerebramiento de la derecha mediática y no mediática ya tengo constancia sobrada, pero no imaginaba que la izquierda leninista saliera tan en tromba a defender actitudes paleolíticas y a exhibir la pureza pata negra de sus sentimientos ideológicos. Si la crisis nos ha traído a estos lodos, mal camino llevamos a mi juicio para rehacer un relato que devuelva la autoridad moral que la izquierda nunca debía haber perdido. Porque en los relatos, como bien saben los escritores y los buenos lectores, los buenos propósitos no bastan. Las grandes novelas están hechas de propósitos y de palabras inseparables.

En estos tiempos de neoliberalismo hegemónico, de organismos internacionales empeñados en recetas caducadas y antisociales, de socialdemocracia complaciente, de mercantilismo espiritual y de casinos financieros, no hace falta ser Rosa Luxemburgo para sentir simpatía por alguien cuyo mayor empeño es atajar la pobreza, alfabetizar a los ignorantes y reinsertar en la sociedad a sectores muy amplios de la población que estaban excluidos. Todo eso ha sido así en Venezuela durante los catorce años de chavismo, según señalan todos los indicadores objetivos (los de la ONU, por ejemplo). Y habiendo sido así, tiene poco sentido negarlo.

En los años 70, el país más pobre de Europa (de la Europa occidental) era Noruega. Al parecer, según recuerdan los propios noruegos, era un país verdaderamente pobre en algunas regiones. Con el descubrimiento de los pozos de petróleo del Mar del Norte se convirtió en uno de los más ricos. Esos yacimientos, por cierto, también se nacionalizaron; es decir, se afirmó el derecho del Estado, de todos los noruegos, a explotar esa riqueza. Lo que se construyó allí fue una sociedad desarrollada en todos los sentidos. Una economía dinámica y estructurada que no lo hiciese depender todo del petróleo y de su precio en los mercados internacionales. Nada parecido ha ocurrido en Venezuela, y aunque no me cabe duda de que la propia historia del país, las oligarquías reinantes y hasta el clima tienen algo que ver en eso, me parece razonable afirmar que Hugo Chávez es uno de los grandes responsables. Ha usado la manguera de petróleo para todo: para regar en casa y para hacer política internacional. ¿Qué habría sido de la presidencia de Chávez si el petróleo en vez de subir a 130 dólares el barril se hubiera estabilizado en los 10 dólares que valía cuando él llegó al poder? Esa pregunta habría que responderla. ¿Cómo se reduce la pobreza sin recursos naturales poderosos? ¿Cómo se cohesiona la sociedad sin un pozo negro manando incesantemente? No es sólo una pregunta malintencionada: es una mirada política. Aquí Zapatero era sobresaliente y muy social cuando reducía el paro a niveles récord, pero en cuanto dejó de manar el ladrillo de los pozos de riqueza nacionales se convirtió en un demonio. El hecho de que los oligarcas venezolanos, en un ejercicio de política ficción, hubieran usado ese petróleo de 130 dólares para propio beneficio no me distrae de la pregunta ni me hace cambiar de opinión.

La delincuencia de Caracas no la inventó Chávez, pero en el mejor de los casos no supo contenerla, y una sociedad violenta es una sociedad siempre injusta. La corrupción y la burocracia tampoco las creó él, pero se multiplicaron durante su mandato. Y el respeto a los derechos humanos, según indicadores también objetivos (los últimos, los de Human Rights Watch) no ha sido especialmente brillante.

Chávez ganó muchas elecciones democráticas y limpias. Sus detractores hacen hincapié en el control que tenía de los medios de comunicación. Puede ser cierto, pero a decir verdad esa es la misma razón por la que el PP gana elecciones en España, según mi opinión. En un país como el nuestro no hay ahora mismo medios de comunicación de izquierdas -salvo en la prensa digital, que no deja de ser todavía un rincón minoritario a la hora de crear opinión-, y no creo que sea debido a la inexistencia de un espectro sociológico adecuado.

Sí creo, en todo caso, que existe una diferencia sustancial con Venezuela (y con Italia, ya que estamos). En España un presidente del Gobierno jamás tendría un programa en la televisión en el que dar rienda suelta a sus instintos, a sus digresiones personales y a sus caprichos. Si cada día saliera Rajoy en la televisión y se permitiera el lujo de decirle a un pobre que ha llamado por teléfono al programa -como si llamara a Julia Otero o a la difunda Encarna Sánchez- que de la bolsa del Estado le va a pagar un frigorífico porque el suyo se le ha roto, aquí, en España, nos desmayaríamos de la cólera. Llevo todos estos días tratando de entender cómo ese populismo de la especie más barata y más primaria no escandaliza a quienes defienden el chavismo. Y llevo todos estos días asombrándome de las cosas que escucho y leo: para justificar a Chávez se hacen retorcimientos dialécticos de equilibrista en el alambre. Incluso alguien como Antonio Orejudo, tan sensato siempre, hacía el otro día una loa de acróbata al populismo bueno: "Lo que más teme nuestra izquierda -nuestra izquierda refinada, esa que defiende la enseñanza pública y matricula a sus hijos en el Liceo Francés- es que el pueblo acabe convirtiéndose en la clase dominante. Y cuando digo el pueblo no me refiero esa entidad difusa y romántica a la que cantaba Quilapayún, cuyas canciones -el pueblo unido jamás será vencido- han debido de corear varias veces los mismos que ahora acusan a Chávez de populista. Cuando digo pueblo digo pueblo: la gente que habla a voces en los centros comerciales, las señoras que gritan ‘guapa' a Su Majestad la Reina, los votantes de Álvarez Cascos, los que degluten palomitas en el cine, los espectadores de Gran Hermano, los padres que insultan al árbitro en los partidos de sus hijos y el público que asiste en directo al programa de María Teresa Campos. Lo que nuestra izquierda exquisita no soporta es que un gobernante dé poder y dignidad a tanta gente fea", decía Orejudo.

Me cuesta entender -y tiendo a creer incluso que es metafísicamente imposible hacerlo- por qué el populismo de Esperanza Aguirre es intrínsecamente malo y el de Chávez, idéntico pero redoblado, sólo trata de dar dignidad a la gente humilde. Y yo, que debo de ser muy exquisito, aunque no sé ya si de izquierdas, tal y como se están corriendo las dos orillas en estos tiempos, rezo cada día al dios en el que no creo -en el que Chávez creía mucho y de manera primitiva, por cierto- para que los rumbos de la sociedad en la que vivo no los marquen de ninguna forma los que degluten palomitas, los que ven compulsivamente Gran Hermano o los que sueñan con ser invitados al programa de María Teresa Campos. Tengo la sensación, además, de que Antonio Orejudo también reza por ello. Yo creo que sí se puede defender la enseñanza pública con convicción y llevar a tus hijos al Liceo francés -del mismo modo que se puede salir a recoger un Goya vestida de Chanel y reclamar que se frenen los desahucios-: lo que no se puede es lamentar continuamente la pobreza cultural y la alienación social y respaldar luego esas hemorragias emocionales y falleras que hay en el chavismo o que han sido seña de identidad eterna del peronismo.

El día de la muerte escribí un twit que una amiga de este blog me reprochó en privado (es esa la razón por la que al final me he sentado a escribir este post, después una vez más de tanto abandono). Dije en ese twit que, se pensara lo que se pensara sobre Chávez, la intervención de Nicolás Maduro anunciando su muerte no había sido muy distinta de la de Arias Navarro. Luego salió la cúpula del ejército -con una escenografía de gente fea digna de los Monty Python- para hacer un discurso espeluznante. Más tarde anunciaron que al comandante lo iban a embalsamar para que se le pudiera seguir acompañando en la eternidad. Y ahora, como el Cid, se le ha metido en la campaña electoral tratando de sacar más votos que cuando estaba vivo.

Los partidarios inquebrantables del difunto -y ni siquiera todos- tratan de explicar que estas cosas, de las que el chavismo estuvo tan lleno, pertenecen a la anécdota y que esa anécdota no afecta a la categoría. Y esto sabemos desde hace tiempo que es falso. La anécdota es la categoría o la determina. Del mismo modo que una novela mal escrita será siempre una mala novela, aunque la trama sea interesante y la moraleja nos guste. Porque si en política lo único que cuenta es la intención, como en los regalos de cumpleaños, es posible que tuviéramos que poner en nuestros altares a muchos de los próceres mundiales que detestamos.

Yo reclamo mi derecho a no tener que elegir entre Christine Lagarde y la momia embalsamada de Chávez y, sin que sirva de precedente, a que no se me ponga en el bando de los enemigos de unos o de otros si reconozco méritos o si denuncio vergüenzas. También Lula y Roussef o Correa han reducido la pobreza, también en Perú se están formando clases medias con acceso al bienestar, también la Concertación chilena recobró la dignidad pisoteada de un pueblo y aumentó la cohesión social. Y lo han ido haciendo además sin yacimientos gigantescos de petróleo.

Es evidente que uno de los males de la izquierda española es la exquisitez y el colaboracionismo. Se lleva varios años hablando de eso, aunque está por ver si servirá para enmendarlo. De lo que se habla menos -o nada- es de los males de la otra izquierda: el adanismo y el descamisamiento. Que a mí, por edad y tal vez por soberbia, me parecen casi peores.

 

Publicado el 13 de marzo de 2013 a las 01:30.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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