Archivado en: Félix Romeo
Hace ya mucho tiempo que, víctima de mi maniqueísmo, tengo claro que hay personas buenas y personas malas. Y hace tiempo también que establecí un baremo siniestro para medirlo: preguntar si, una vez muerta esa persona, el mundo sería mejor o sería peor. Creo que Fernando Fernán-Gómez, en La silla de Fernando, ese hermoso documental de David Trueba, decía algo parecido.
Es verdad que, a pesar del maniqueísmo, la mayor parte de las veces uno no sabe qué responder. La mayor parte de los muertos dejan un rastro ambiguo o ambivalente, o, lo que es peor, gris, de modo que cabe pensar que después de que ellos hayan desaparecido el mundo seguirá siendo igual.
Por muchos muertos no sólo no derramaré lágrimas, sino que descorcharé botellas, porque creo que han hecho el mundo más injusto, más desigual, más cínico o más despiadado. Porque creo, en fin, que por su causa ha habido mucha gente que ha sufrido. Es posible que, como dice el refrán, no haya que desearle la muerte a tu peor enemigo, porque uno sabe que sus enemigos a veces lo son por asuntos demasiado subjetivos y que por lo tanto no sería la justicia, sino el egoísmo, quien estaría detrás de ese deseo. Pero a muchos que no son enemigos míos -o no enemigos personales, quiero decir- les deseo la muerte sin ningún remordimiento. Tengo una no pequeña lista de personas sin las que, en mi opinión, el mundo sería mucho mejor, más limpio. Como no creo en la violencia como método -o, mejor dicho, como creo que la violencia como método es una de las formas más perfeccionadas de ensuciar el mundo-, no me queda otro remedio que resignarme y tener la bodega bien provista por si imprevistamente hay que abrir un buen Ribera, un Rioja Reserva o incluso un Vega Sicilia para brindar.
Del mismo modo, hay personas que hacen el mundo mejor. Personas que consiguen, con muy poco, que quienes están a su alrededor se sientan bien. Que tienen la palabra justa o la ayuda necesaria. Que luchan cuando tienen que luchar y beben cuando tienen que beber. Que tratan de cambiar las injusticias que ven a su alrededor, desde una pequeña arbitrariedad laboral hasta el hambre de África. Que acogen y recogen a los desamparados. Que procuran encontrar alguna forma de belleza para modelar el mundo, escribiendo libros o leyéndolos, mirando el crepúsculo o tarareando canciones, acariciando la espalda de alguien o sentándose en una plaza con amigos a reír.
El infierno son los otros, pero los otros son también, a veces, la salvación. Y cuando esos otros faltan, las arenas se vuelven más movedizas y el mundo se desfonda.
Se ha muerto Félix Romeo, que era uno de esos hombres buenos. Un gordo al que se quería enseguida. No me hizo falta estar muy cerca suyo para tener con él una intimidad extraña. Las veces que nos vimos habría parecido, por la conversación, por el descaro, por la confidencia, que éramos grandes amigos, y no lo fuimos. Era su don. Y se ha marchado. Descorcharé también una botella, pero en esta ocasión no para celebrar la muerte, sino para celebrarle a él.
Publicado el 13 de octubre de 2011 a las 18:30.