El castellano como lengua muerta
El médico polaco Ludwik L. Zamenhof estaba convencido de que las disputas, las discordias y las guerras que salpican la historia de la Humanidad tienen como causa fundamental las diferencias religiosas y lingüísticas que existen entre los pueblos. Por eso dedicó todos sus esfuerzos a crear el esperanto, una lengua artificial que ayudara a los hombres a entenderse. Si se nos permite decirlo de forma castiza, Zamenhof, como el refrán, creía que "hablando se entiende la gente", de modo que bastaría con resolver los problemas de comunicación para alcanzar la fraternidad universal.
Hoy puede asegurarse, sin necesidad de ser marxista, que los conflictos humanos tienen sobre todo una causa económica y que, aunque todos habláramos esperanto y adoráramos al mismo dios, seguiría habiendo pendencias, enemistades y batallas. Pero es cierto, sin embargo, como advertía Zamenhof, que las lenguas separan y enfrentan a los hombres y que muchas veces no sirven para resolver sus desavenencias, sino para atizarlas. Hay dos formas básicas de sentir la lengua que uno habla: como un mero instrumento de comunicación o como una seña de identidad. Cuando esta última forma se engorda mucho, las palabras acaban convirtiéndose en balas, pues lo importante no es ya transmitir a través suyo un pensamiento o una emoción, sino mostrar la pertenencia a un clan, a un pueblo o a una etnia.
Yo estudié Filología Hispánica y me convertí luego en escritor, pero si me ofrecieran un utópico mundo monolingüe en el que todos habláramos inglés o chino o esperanto no derramaría ni una sólo lágrima por el castellano. Me parecería una excelente lengua muerta. Deseo la paz mundial y bendigo el ecumenismo, pero mis motivaciones son más prosaicas que las de Lamenhof: me gusta conversar con la gente cuando viajo a otros países y leer a los escritores en el idioma en el que escribieron; me sabe mal perderme una parte de la expresividad de los actores mientras atiendo a los subtítulos de una película (que detestaría ver doblada); cuando navego por internet o deambulo por la televisión digital no puedo leer los periódicos alemanes ni entender lo que se cuenta en los canales de Rusia; y, en el ámbito laboral, acabo arruinando casi todos los negocios que me veo obligado a tratar con individuos extranjeros que no saben castellano.
Los lingüistas, los antropólogos y los diletantes hacen alabanza siempre de la grandeza del plurilingüismo, pero las razones que exponen me parecen más folclóricas que juiciosas. Invocan, en primer lugar, la inefable diversidad, convertida desde hace tiempo en un bien supremo: hay que preservarlo todo, desde el mosquito anófeles hasta un dialecto hutu, para que el mundo sea más diverso. Gastronomía, costumbres, religiones, fiestas populares: todo múltiple, infinito. Y en ese gusto por la variedad sin fin, el mito de Babel no amedrenta ya a nadie: lo que hizo Dios allí no fue un castigo, sino una recompensa: nos dio riqueza, colorido.
El mito que amedrenta, en cambio, es el de la uniformidad, ese terrible mundo feliz de Huxley: a cada alma, según se dice, le corresponde una lengua diferente; cada forma de pensar tiene un correlato lingüístico. Y como prueba de ello, algún semiólogo sabio explica con delectación que en el idioma de cierta tribu mesoamericana no existe la palabra ‘soledad' porque todo se hace comunitariamente. O que en un dialecto eslavo hablado por un pueblo de moral muy rígida se designa con el mismo término al ‘adulterio' y al ‘asesinato'. Son sólo chascarrillos de ateneo científico. Porque la primera tribu podría seguir ignorando siempre la palabra soledad y el segundo pueblo podría seguir llamando ‘killers' a los ‘adulterers'. ¿Tenemos la misma alma los españoles, los argentinos y los colombianos? Parece disparatado sostenerlo, pero incluso aunque así fuera, aunque el idioma diera un aire de familia, ¿no es justo ese aire de familia fraternal lo que buscamos en nuestras mayores utopías? Bernard Pivot dijo hace algunos años que el mejor escritor español era Jorge Semprún. "Lástima que escriba en francés", añadió. ¿Se le puede negar a Semprún su esencia hispánica, si es que algo así existe? Y, en todo caso, ¿no sería bueno ir quebrantando poco a poco ese tipo de esencias? El talento literario reside en la glándula pineal del escritor y trasciende el idioma que éste emplee (por eso podemos emocionarnos con un autor traducido), aunque su belleza sea, necesariamente, la de las palabras.
Siempre he encontrado un poco ridícula esa vanagloria con que algunos hablan de la propia lengua. Sentirse orgulloso de escribir en la lengua de Cervantes es casi igual, desde mi punto de vista, que sentirse orgulloso de los triunfos deportivos de Nadal o de Fernando Alonso. Gregarismo, mesianismo, patriotismo flaco. ¿Qué lengua tiene más premios Nobel de literatura? ¿Cuál se extiende más rápidamente en el mundo? A veces escuchamos comentarios jactanciosos de individuos que alardean de que el uso del español crece geométricamente y de que su influencia en Estados Unidos es imparable, ignorando que eso es así porque muchas mujeres latinoamericanas siguen pariendo como conejas y porque los movimientos migratorios arrastran todavía hacia el norte a los pobres del sur. ¿Es eso lo que deseamos para que la lengua de Cervantes domine el mundo? ¿Una legión de desharrapados conquistando los suburbios?
Tal vez en la época de Blade Runner -un futuro que no veremos- todos los hombres hablen inglés, chino o incluso androide, pero mientras llega ese momento convendría al menos empequeñecer en lo posible las babeles que nos rodean. El concepto matemático del mínimo común denominador me parece un buen comienzo: si varias comunidades humanas comparten una lengua -vascos, catalanes y andaluces, por ejemplo-, deben usar justamente esa lengua en cualquier foro privado o público en el que convivan. ¿Estamos seguros de que ver Avatar en catalán hace al catalán más fuerte? ¿Estamos seguros de que explicar en euskera las medidas de seguridad aérea antes del despegue de un vuelo Sevilla-Bilbao sirve para fomentar o fortalecer el euskera? No consigo entender cómo. ¿Estamos seguros de que sirve para algo, aparte de para engordar identidades? En las ruedas de prensa, en las cabinas de los aviones, en los parlamentos y en los foros multinacionales, sean cuales sean, no se puede andar usando mil lenguas sólo para recordar que existen. Es una niñería, uno de esos exhibicionismos perturbados con que los adolescentes tratan de mostrarles a los demás lo formada y sólida que es su personalidad. Hay una diferencia fundamental entre el castellano, por una parte, y el catalán, el euskera y el gallego, por otra. No es el número de hablantes. No es el encono nacionalista y paleto que defiende a uno o a otros, con la eñe o con la barretina de estandarte. Es el hecho simple de que en el mundo hay doscientos o trescientos millones de personas que sólo pueden comunicarse en castellano y no hay seguramente ya ninguna que sólo pueda comunicarse en catalán, en euskera o en gallego. Para lo que de verdad se inventó el lenguaje, éste es el único dato relevante. El resto son banderas.
Publicado el 1 de febrero de 2010 a las 15:30.