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Hace algunos meses vi un sketch del programa vasco de humor "Vaya semanita" en el que una chica, sorprendida por su novio en flagrante adulterio, le advertía de que ese mismo día había roto su relación con él a través de Facebook. Hace poco, sin embargo, me contaban un caso parecido que pertenecía a la vida real -ésa que según mi amigo Royuela no existe- y no a la imaginación de unos guionistas cómicos: una persona había dejado a su novio con una breve carta enviada por Facebook, que el abandonado, no demasiado fiel a las redes sociales, había tardado varios días en leer.
El Vaticano acaba de desmentir que la confesión realizada a través de una aplicación de iPhone que se ha comercializado sea sacramentalmente válida. Debo reconocer que, a pesar de mi anticlericalismo manifiesto, me ha tranquilizado mucho la noticia, que tampoco forma parte en esta ocasión de un show cómico. Es verdad que Dios, si está, está en todas partes, y es verdad que entre un aparato de Apple y un obispo de la Conferencia Episcopal no sé quién tiene más humanidad. Pero la cibernetización de todo empieza a producirme una desazón terrible. Llegué a asumir con una cierta naturalidad lo del cibersexo; y la cibercompra, la cibergestión, el cibertrabajo y la cibercharla social han ido conquistándome poco a poco sin reparos. Admitir, sin embargo, que la eternidad puede obtenerse con una tarifa plana me pone los pelos de punta. Y hay, además, una razón más prosaica (pero no menos grave) en mi espeluzno: ya me contraría bastante tener que escuchar cada día en el autobús, mientras trato de leer, las discusiones sentimentales, los enredos afectivos, las descripciones de las actividades de fin de semana o las expectativas laborales que los viajeros les cuentan por teléfono a sus interlocutores, casi siempre a voz en grito, como para tener que soportar también el recuento de sus pecados, su acto de contrición y su propósito de enmienda.
Acabo de leer Superficiales, el libro de Nicholas Carr que reconstruye qué está haciendo internet con nuestras mentes, como explica el antetítulo. Se titula Superficiales porque es un libro de divulgación con mimbres científicos y armazón teórico, pero podría titularse Imbéciles, que es en lo que realmente nos estamos convirtiendo al parecer gracias al uso de las nuevas tecnologías. El otro día, justo cuando terminaba de leer el libro, me encontré con un amigo al que le acababan de quitar la escayola de un brazo roto. Lo tenía pálido y magro a causa de la inactividad. Ponía juntos los dos brazos y parecían de personas distintas. Eso es según Carr lo que está pasando en nuestros cerebros: estamos perdiendo la capacidad de profundidad, de reflexión y de análisis.
No es un libro pretecnológico ni antitecnológico. No es un libro incendiario ni superficial. No es dogmático. Ni siquiera es perentorio, pues se intuye entre líneas una cuestión casi metafísica que, a la postre, resulta mucho más desoladora: nos estamos volviendo imbéciles, inanes e inconstantes, pero en el contexto completo de la naturaleza humana, ¿qué más da?
Publicado el 10 de febrero de 2011 a las 14:30.