Torrente ante el 20-N
Archivado en: Homosexualidad, 20-N, Tea Party
Las batallas ideológicas se libran en cada época alrededor de unos ciertos asuntos que funcionan como piedra de toque, como termómetro de lo que está sucediendo. En estos años, por suerte o por desdicha, la homosexualidad es uno de esos asuntos. Una de las trincheras en las que se lucha con más encarnizamiento y en las que se está decidiendo, simbólicamente, el tipo de sociedad que queremos. La postura ante la homosexualidad, expuesta con énfasis programático por políticos y líderes de opinión, sirve como mapa para saber dónde está ubicado cada cual.
En Estados Unidos no pasa día sin que leamos en los periódicos alguna noticia a propósito de los gays. El matrimonio en tal o cual estado de una Unión, el derecho militar o las declaraciones de campaña de los candidatos que van apareciendo para las elecciones de 2012. El Partido Republicano, como ya sabíamos, no es muy partidario de la homosexualidad, aunque algunos de sus miembros la practican en secreto con disfrute. El ala de la ultraderecha, el ya célebre Tea Party, va más allá y proclama siempre que puede la raíz dañina y venenosa de la homosexualidad: según ellos, de toda la degradación moral en que vivimos tienen buena parte de culpa los gays, que no forman familias, sino bandas de malhechores. Empujándolos de nuevo al fondo de los armarios y restringiendo todos los derechos civiles que han conseguido se recobraría el orden y la armonía social. Lehman Brothers, en el fondo, se derrumbó por tanta mariconería.
El cristianismo también tiene uno de sus faros ideológicos en el grado de contagio homosexual de la sociedad. Los gays son hijos de Dios (putativos, al menos), pero siempre que permanezcan castos, sublimando sus sentimientos torcidos mediante la oración, el arte, el deporte o cualquier otra actividad santificable. Se puede ser homosexual, pero en permanente stand by, porque si no se acaba en el infierno. Por eso los obispos y cardenales de la curia española insisten con machaconería en predicarlo y nos recuerdan que el verdadero problema de nuestro país no es la crisis económica, sino la falta de valores: si no hubiera tantos maricones casándose, habría mucho menos paro.
Estamos dando un viraje de fondo que no va a traer nada bueno. Esa cierta tolerancia progresista que hemos vivido en los últimos tiempos -incluso en aquellos países donde gobernaba la derecha- se está acabando. Tal vez sea porque la pobreza despierta los peores instintos de cada uno.
En las calles de España ya empieza a oler a incienso, y a los gays comienzan a echarnos agua bendita para limpiar el aire de nuestras infecciones. Esta primavera, a la pintora Pilar Echalecu le censuraron una exposición en la sala madrileña de Caja Murcia porque contenía algunos cuadros con escenas de amor homosexual. Hace unas semanas, en un restaurante de Madrid, un individuo iracundo, al grito de "¡Odio a los maricones!", lanzó un vaso a una pareja gay que se había dado un beso e hirió a uno de ellos. Y en este final de verano, la policía detuvo a un voluntario de las jornadas del Papa -uno de esos beatíficos soldados de Dios- que había planeado atentar contra los manifestantes laicos y que invitaba "a matar maricones y cualquier aberración antihumana".
La caza del maricón, por lo tanto, parece haberse puesto de moda nuevamente. Durante años hemos creído que estaban avergonzados de sus impulsos y que hacían esfuerzos por regenerarse, como el alcóholico o el heroinómano que se someten a tratamiento. Los imaginábamos en reuniones de terapia, sentados en círculo con otros como ellos, diciendo "Hola, me llamo Fulano de Tal, tengo tantos años y soy homófobo, o soy racista, o soy machista". Pero no estaban avergonzados, sino simplemente agazapados. No iban a reuniones de terapia, sino a bares donde, en confianza, podían contar chistes de maricones o de negros. Como Torrente, el detective de Santiago Segura, que a lo mejor tiene tanto éxito porque encarna un cierto paradigma social.
Ya sabemos, por la Historia, que el fascismo se fermentó así, con pequeños actos, con humillaciones invisibles, con renuncias minúsculas y con ofensas disimuladas. No creo que el fascismo pueda volver, pero por si acaso conviene estar en la trinchera defendiendo lo que se ha logrado.
(Publicado en la revista Shangay Express)
Publicado el 11 de septiembre de 2011 a las 19:15.