La juventud del Papa
Archivado en: Iglesia Católica, Rouco, Ratzinger, JMJ
Dicen los que saben que Ratzinger es un teólogo de tomo y lomo que lleva toda su vida tratando de conciliar fe y razón. Dicen que es un sabio, que ha leído, investigado y elaborado un pensamiento denso y complejo. Desde que le nombraron Papa, llevo leyendo informaciones acerca de él con la esperanza de encontrar en algún momento algún atisbo de esa sabiduría o de embocar una parte de mi razón humana en la fe, que es una cualidad (debo confesarlo) que siempre he envidiado.
Pero verdes las han segado. A mí me parece que Benedicto sólo dice simplezas que podría decir cualquier catedrático de provincias de una facultad de filosofía y que su forma de conciliar la fe y la razón se parece bastante a la de Urbano VIII, que, para quien no lo recuerde, debe su mayor fama a haber dado apoyo a los enemigos de Galileo. Benedicto ha dicho en Madrid que hay que evitar los "abusos de una ciencia sin límites". O sea, lo de siempre: que la ciencia está bien, pero que es el sol el que gira alrededor de la Tierra. Y que si Dios quiere, por ejemplo, que un niño nazca con cáncer o con una enfermedad genética incurable, el científico no es quién para evitarlo, ni siquiera aunque ese científico y los padres del niño sean ateos.
A los peregrinos que llenan estos días las calles de Madrid se les puede perdonar casi todo. Son jóvenes, y a su edad la imbecilidad es lo natural. Unos se hacen papistas, otros abertzales y otros ultrasur, depende del lugar en el que hayan caído (Ratzinger, sin ir más lejos, se apuntó a las juventudes hitlerianas, a pesar de la vigilancia que sin duda ya estaba ejerciendo el Espíritu Santo). Hacen falta ídolos, y el Papa, qué duda cabe, es uno muy grande. No sé si tanto como CR7, pero de esa raza. En las fotos que han publicado los periódicos del tránsito del papamóvil por las calles de Madrid no se ve a los jóvenes rezando, mirando emocionados al cielo o meditando reflexivamente, sino haciendo fotos con frenesí en busca del souvenir espiritual. Lo que buscan los peregrinos en Ratzinger es lo mismo que buscan los gruppies en Justin Bieber o en Amy Whinhouse, que en paz descanse: un sentido a la vida.
A los que no se les puede perdonar casi nada es a los gobernadores de la tropa, con el Pontífice sumo a la cabeza. Bastaría con hacer un estudio fisiognómico de personajes como Ratzinger o Rouco para determinar sin lugar a dudas que lo que representan no es la santidad, sino la perfidia, la indignidad, la doblez y la amoralidad. Tienen cara de travestis pederastas, y ya saben ustedes lo que dijo Lincoln del rostro a partir de los cuarenta años. No conozco Japón, pero en Occidente es imposible encontrar una institución tan medieval en todo, tan enraizada en lo material, en la ceremonia, en la retórica de los mensajes. Esos faldones, esas mitras, esos copones, esos ritos de secta. Esas manos untuosas, esos cálices tan terrenales, tan rebosantes de oro y de poder. Esas mochilas de peregrino con patrocinio de grandes empresas.
Por eso los cristianos de verdad se van. Ha dicho el Papa en Madrid (o ha querido decir, en realidad, porque Dios, a pesar de los rezos de Rouco, les mandó una tormenta morrocotuda en el momento álgido de la JMJ y no pudo leer el discurso) que no se puede buscar a Dios fuera de la Iglesia. Es justamente al contrario, como por otro lado prueban las estadísticas. A Dios ahora mismo sólo se le puede buscar fuera de la Iglesia. En un espacio donde follar sea bueno, donde ponerse un condón para prevenir enfermedades o para evitar embarazos que no se buscan sea sensato, donde las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres y las mismas posibilidades de representar a Dios, donde los homosexuales puedan comportarse con la misma ambición sentimental que los heterosexuales, donde se defienda al pobre y no al poderoso, donde se hable de Dios en mangas de camisa, donde el pecado quede en la conciencia y no se lave con un simple paseo por el Retiro, donde no se crea incompatible amar a Dios y amar (sensu stricto) a los hombres y las mujeres, donde la ciencia, que también debería estar en el plan divino, no tenga más límites que los del dolor humano.
Es decir, en un espacio donde haya algo de Evangelio. Por eso no es tan necesario conciliar fe y razón. Bastaría con tener alguna de las dos. O fe en lo que decía el Evangelio, sin la hermenéutica de Benedicto, o mero sentido común, que es el principio de la razón. La Iglesia no tiene hoy ninguna de las dos cosas, ni fe ni razón. Por eso sólo quedan en ella los jóvenes gruppies, los adultos ignorantes y los viejos que tienen miedo a la muerte. Y algún que otro Marcial Maciel.
Eppur si muove.
Publicado el 21 de agosto de 2011 a las 13:15.