Las vidas de otros
Archivado en: De vidas ajenas, Carrère
Hace poco me contaron una historia ya escuchada otras veces de diferente manera. A un hombre, hoy prominente, le abandonó su padre cuando tenía diez años. Era ferroviario y un buen día, como otros días, dijo que se iba a trabajar. No regresó. Abandonó a su esposa y a sus dos hijos pequeños. No dejó ninguna nota ni dio ningún recado. Simplemente desapareció.
Tardó diez años en volver a dar señales de vida. Otro buen día, al cabo de ese tiempo, escribió una carta diciendo que estaba en Suiza e invitando a sus hijos a que fueran a visitarle. ¿Por qué tardó diez años en escribir esa carta? Es evidente que se había marchado de su casa, abandonando a su familia, porque no era feliz y no se atrevía a decírselo abiertamente a su esposa en busca de una solución civilizada. Seguramente la mera idea de sentarse a hablar con ella frente a frente, de mirarla a los ojos, de hablar de los niños y de organizar su cuidado, le revolvía las tripas. Debió de sufrir un ataque de angustia y de sentir una necesidad inaplazable de libertad. La única solución era marcharse sin decir nada, sin equipaje. Dejar atrás todas las responsabilidades y todos los vínculos con el pasado. Incluso la crueldad de irse sin dejar una nota o un aviso resulta comprensible, porque esa nota o ese aviso eran casi como una conversación frente a frente. Necesitaba olvidarlo todo, poner tierra de por medio.
Pero al cabo de un tiempo, cuando hubiera encontrado un nuevo trabajo y quizás una nueva mujer, cuando su vida volviera a ser próspera o al menos sosegada, podría haber escrito una carta para tranquilizar a su esposa y a sus hijos, para curarles esa desesperación que se les queda en el carácter a quienes han perdido a alguien querido sin saber dónde está, sin tener la certidumbre de que murió o de que se marchó lejos. ¿Por qué no lo hizo al cabo de unos meses o de un año, aunque fuera sin remite? ¿Por qué no al cabo de dos años, de tres, de cinco? Es difícil de responder a esa pregunta, y supongo que en cada caso parecido habrá una respuesta diferente. Pero tengo la impresión de que llega un momento en que uno se siente como ido, como apartado de todo, y cuesta trabajo encontrar una razón singular para hacer hoy lo que no se hizo ayer. Es como abrir una botella de vino exquisito que se guarda para una ocasión especial. La vida se va marchando sin que llegue esa ocasión y el vino, al final, se pica y se agria.
Cuento toda esta larga historia porque algo así me ha pasado a mí con este blog. Me fui por razones que no tienen nada de reseñable -mucho trabajo durante una época, fatiga mental de escritor, pereza...- y poco a poco fue pasando el tiempo sin que apareciera un acontecimiento extraordinario que justificara el regreso. Me apetecía retomar esta rutina -como seguramente a ese hombre le apeteció muchas veces saber algo de sus hijos, cómo habían crecido, si su mujer había vuelto a enamorarse-, pero no encontraba un fundamento suficiente para hacerlo. Los sucesos políticos, incluidos el espectacular derrame cerebral de los españoles en las elecciones municipales pasadas o los movimientos del 15-M, me producían más desesperanza que estímulo. Los viajes, las peripecias cotidianas o los highlights culturales de la temporada -la nueva novela de Javier Marías, el San Francisco de Messiaen y Mortier- me parecían demasiado insuficientes. Incluso la muerte de personas a las que tanto admiré, como Jorge Semprún, no me sacudían la tinta del ordenador.De vidas ajenas
El otro día, sin embargo, decidí que había llegado el momento, que habían pasado ya los diez años de ausencia y que debía escribir. Y pensé, como seguramente hizo el ferroviario, que no valían más disculpas y que el asunto era sencillo. Bastaba con sentarse y hacerlo. Es verdad que el arrebato me vino justo después de cerrar uno de los libros más hermosos y dolorosos que he leído en los últimos tiempos: De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère, publicado por Anagrama. Y es verdad que me pareció una buena razón para compartir.
Carrère es el autor de El adversario, un libro fascinante del que he hablado muchas veces (entre otras, en el arranque de mi novela Los amores confiados). En aquel libro contaba la historia -no novelada, no fingida- de Jean-Claude Romand, un hombre que trató de matar a toda su familia y de suicidarse luego para que no se descubriera que desde los veinte años llevaba mintiendo a todos y simulando una vida que era completamente falsa.
De vidas ajenas cuenta fogonazos de la vida de personas que se cruzan en el camino del autor. Vidas tristes, desoladoras, pero que no tienen nada de excepcional. Vidas que encuentran también la ambición en pequeñas cosas, en logros que rara vez salen en un periódico o en un noticiario pero que al cabo constituyen el cimiento de lo que vamos avanzando. De vidas ajenas habla de la enfermedad y de la muerte, sobre todo, pero habla también de la justicia, del esfuerzo romántico por trazar la propia biografía, del amor, de la soledad que se experimenta cuando uno se siente abandonado incluso por sí mismo. Habla de eso que tantas veces llena a la boca a la gente grandilocuente de nuestro tiempo (que son tantos) pero que pocos conocen de verdad: el espíritu de superación y la necesidad de supervivencia.
Emmanuel Carrère observa la vida a su alrededor y de repente se pone a interrogar a los personajes para escribir un libro sobre ellos. Tal vez si le hubiera venido al caso, se habría ido a Suiza con su libreta y se habría sentado a hablar con el ferroviario para saber por qué se marchó, cómo hizo la travesía del abandono, a qué abismos se asomó y por qué tardó diez años en regresar. Habría hablado con sus hijos, con ese prohombre hoy maduro que nunca le perdonó, o con su hermano, que se fue a vivir a Suiza durante un tiempo para reencontrarse con el padre. Vidas vulgares, casi siempre mezquinas u oscuras, a veces sublimes. Las vidas que tenemos todos.
Publicado el 20 de julio de 2011 a las 19:45.