La pérfida clase política
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En los años 90, cuando Jesús Gil y Gil comenzó a hacer de las suyas en la política marbellí, primero, y andaluza, después, el resto de los españoles, sin demasiada distinción de color ideológico, no éramos capaces de comprender bien cómo un bufón corrupto de esa calaña era capaz de arrasar electoralmente en Marbella, en Estepona y en alguna otra ciudad. Sus negocios sucios, su tono chabacano, su aspecto chanflón, su grosería y su discurso populista y demagógico eran, de tan puros, casi una caricatura. Seguramente si Santiago Segura hubiera querido pintar, en vez de a un detective, a un especulador inmobiliario metido a empresario futbolístico y luego a político, no se le habría ocurrido un retrato más exagerado. Torrente no se aleja mucho del perfil grueso, grasiento, maloliente y esperpéntico de Jesús Gil.
Sin embargo, ganaba elecciones vez tras vez. Le procesaban por haber hecho un traspaso ilegal de dinero público al Atlético de Madrid mediante la argucia de la publicidad en las camisetas, pero daba igual: eso le reafirmaba ante su electorado, le multiplicaba los votos. "Es que está dejando Marbella muy bonita", decían algunos de los vecinos en la tele cuando les preguntaban. "Y ya no hay putas", decían otros.
Después empezaron a caer, como baldones, los procesos judiciales por mil y un caso de corrupción que llegan hasta hoy (no olvidemos que Roca y Julián Muñoz mamaron de los pechos de Jesús Gil), y se fueron descubriendo uno a uno los aquelarres políticos que se habían hecho. Robo de dinero público, especulación, nepotismo de la peor especie, sobornos, amenazas, chantajes... Chicago años 30. A nadie le sorprendió demasiado porque ya llevábamos años esperando que se destapara algo parecido. Como mucho, nos deslumbraron algunas imágenes de mal gusto o de megalomanía provinciana, como aquellos animales disecados o aquel Miró colgado en un cuarto de baño.
Igual que siempre, se aprovechó para insultar a los políticos. Todos, salvo los del PP, habían acabado entrando en el juego de Gil y cambiando su silencio o su complicidad por dinero. Todos tenían las manos manchadas. Se dijeron las mismas cosas de siempre. Que la política es una basura, que son todos iguales, que sólo buscan robar, que no se puede confiar en ellos... No oí a nadie decir, sin embargo, que los marbellí, considerados al menos como cuerpo electoral, eran imbéciles. Imbéciles y también cómplices, porque ellos, como nosotros, no podían ignorar lo que se estaba cociendo, en una y otra dimensión. Ellos, como nosotros, veían a aquel Torrente con las camisas abiertas hasta la cintura y la pelambrera de macho asomando en la pechera diciendo simplezas, disparates y barbaridades de cualquier especie sin que le temblara la voz. Y luego le votaban.
Hay mucha gente que en las sobremesas de las comidas, cuando surge una conversación política, dicen al hilo de cualquier asunto, con indignación: "Es que los políticos se creen que somos tontos". Pues sí, lo creen, pero con razón. Lo somos. Yo llevo años preguntándome cómo Berlusconi es el presidente de uno de los países más hermosos y cultos del mundo. Como alguien que es capaz de acumular con evidencia todos los males -corrupción, prevaricación, abuso de poder, manipulación informativa, asociación mafiosa, machismo decimonónico, torpeza internacional y ahora delitos sexuales- puede seguir teniendo el respaldo electoral para gobernar un país. Han preguntado a los italianos ahora, después del escándalo de prostitución de menores que le salpica en estos días, el enésimo, y el 49% cree que debe dimitir. ¡¡El 49%!! Ni siquiera una mayoría. Llegará algún tiempo en que, como a Gil, se le pongan todas las vergüenzas al sol, con cifras, con testimonios, con atestados policiales, con fotografías. Y entonces volverá a hablarse de la maldita clase política, pero nadie dirá nada de los italianos.
De Francisco Camps no tengo ya ánimo para hablar.
Publicado el 24 de enero de 2011 a las 01:00.