Para no dar crédito
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Estoy seguro de que alguna vez, viendo una película, se ha enamorado usted de un muchacho desconocido que hacía un papel secundario. O de una chica monísima a la que nunca antes había visto en la pantalla pero por la que dejaría de inmediato a su mujer, si tuviera la oportunidad. Estoy seguro también de que en alguna ocasión se ha puesto a llorar conmovido en medio de la sala de proyecciones al escuchar una de las canciones de la banda sonora de la película. O de que ha decidido vender su casa esa misma noche y mudarse a vivir al pueblecito pintoresco en el que han sido filmadas alguna de las secuencias del film.
En todas esas ocasiones, al acabar la película se ha quedado clavado en la butaca tratando de ver cómo se llamaba el muchacho guapo, quién interpretaba la canción o cuál era el pueblecito. Pero su intento normalmente ha sido vano, pues los títulos de crédito de la película, a los que usted mira con una atención desmedida para que no se le escape lo que busca, pasan en rodillo a toda velocidad. El reparto corre como una bala de abajo hacia arriba, y usted, a pesar de que tiene una vista vigorosa, no alcanza a discernir si el postman se llamaba John Rushmore o Brad Taylor. El empeño se vuelve heroico si, por lujuria o por pura curiosidad cinéfila, quiere fijarse en el nombre de dos actores, el postman y la second floor neighbor: cuando ha reparado en uno ya se le está marchando la otra en la pantalla.
Ojear las canciones, que es lo que a usted más le interesaba, pues son tan hermosas que está deseando comprárselas o bajárselas con el emule para escucharlas con deleite, es una tarea imposible, quimérica: usted descubre que han sido maquetadas a dos columnas, que pasan en la pantalla de dos en dos, sin freno ni ralentí y emparejadas desigualmente, de modo que el intérprete de la canción izquierda está a la altura de la compañía discográfica de la canción derecha.
Cuando las luces se encienden, usted sale de la sala sin saber cómo se llama el chico del que se ha enamorado -cosa siempre dolorosa- y repitiendo sin pausa la melodía de la canción que le gustaba para tarareársela en los siguientes días a todos sus conocidos en busca del milagro de que alguien la conozca. A cambio, ha podido enterarse, eso sí, del nombre de la ayudante de maquillaje, de los carpinteros de los decorados, de los electricistas, del adiestrador del caniche en la escena del parque, del que le llevaba los cafés a Susan Sarandon durante el rodaje, del conductor del camión que trasladó los muebles y del banco que prestó el dinero para la producción (o incluso de la identidad exacta del director de la sucursal en la que se negoció efectivamente el préstamo).
Usted, que es un hombre culto (o sabihondo, da igual), saca un libro que llevaba en el bolsillo para leer en el autobús de camino al cine, y busca en sus páginas de delante o de detrás los nombres del auxiliar de imprenta, del maquetador del texto, del corrector, del conserje de la fotomecánica o de la peluquera del autor, pero no los encuentra: ni rastro. Ni siquiera viene el nombre del editor. Es verdad -se dice usted reflexivamente- que un libro se cierra y se pone en el estante sin otro tránsito: no hay que encender luces, ponerse el abrigo, comentar con los compañeros de sesión -con esa mujer a la que va a abandonar pronto por amor a la actriz secundaria- y salir de la sala. Pero usted se pregunta, con un cierto enfado, por qué no podían los productores haber gastado todo ese tiempo en mostrar detenidamente los datos de la película que le interesan a un espectador normal. Camina durante un trecho cavilando, irritado. Y de repente, al cabo de un rato, se da cuenta con tristeza de que se le ha ido de las mientes la melodía de la canción, que ya no se acuerda, que no podrá repetírsela a nadie al día siguiente. Y comienza a silbar los acordes de Candilejas, que es la música que, por pegadiza, se le quedó grabada en su infancia. Por azar se le viene a la cabeza el nombre de un técnico de iluminación: Donald Pickering.
Publicado el 9 de febrero de 2010 a las 23:45.