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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Para no dar crédito

Archivado en: Cine

Estoy seguro de que alguna vez, viendo una película, se ha enamorado usted de un muchacho desconocido que hacía un papel secundario. O de una chica monísima a la que nunca antes había visto en la pantalla pero por la que dejaría de inmediato a su mujer, si tuviera la oportunidad. Estoy seguro también de que en alguna ocasión se ha puesto a llorar conmovido en medio de la sala de proyecciones al escuchar una de las canciones de la banda sonora de la película. O de que ha decidido vender su casa esa misma noche y mudarse a vivir al pueblecito pintoresco en el que han sido filmadas alguna de las secuencias del film.

En todas esas ocasiones, al acabar la película se ha quedado clavado en la butaca tratando de ver cómo se llamaba el muchacho guapo, quién interpretaba la canción o cuál era el pueblecito. Pero su intento normalmente ha sido vano, pues los títulos de crédito de la película, a los que usted mira con una atención desmedida para que no se le escape lo que busca, pasan en rodillo a toda velocidad. El reparto corre como una bala de abajo hacia arriba, y usted, a pesar de que tiene una vista vigorosa, no alcanza a discernir si el postman se llamaba John Rushmore o Brad Taylor. El empeño se vuelve heroico si, por lujuria o por pura curiosidad cinéfila, quiere fijarse en el nombre de dos actores, el postman y la second floor neighbor: cuando ha reparado en uno ya se le está marchando la otra en la pantalla.

Ojear las canciones, que es lo que a usted más le interesaba, pues son tan hermosas que está deseando comprárselas o bajárselas con el emule para escucharlas con deleite, es una tarea imposible, quimérica: usted descubre que han sido maquetadas a dos columnas, que pasan en la pantalla de dos en dos, sin freno ni ralentí y emparejadas desigualmente, de modo que el intérprete de la canción izquierda está a la altura de la compañía discográfica de la canción derecha.

Cuando las luces se encienden, usted sale de la sala sin saber cómo se llama el chico del que se ha enamorado -cosa siempre dolorosa- y repitiendo sin pausa la melodía de la canción que le gustaba para tarareársela en los siguientes días a todos sus conocidos en busca del milagro de que alguien la conozca. A cambio, ha podido enterarse, eso sí, del nombre de la ayudante de maquillaje, de los carpinteros de los decorados, de los electricistas, del adiestrador del caniche en la escena del parque, del que le llevaba los cafés a Susan Sarandon durante el rodaje, del conductor del camión que trasladó los muebles y del banco que prestó el dinero para la producción (o incluso de la identidad exacta del director de la sucursal en la que se negoció efectivamente el préstamo).

Usted, que es un hombre culto (o sabihondo, da igual), saca un libro que llevaba en el bolsillo para leer en el autobús de camino al cine, y busca en sus páginas de delante o de detrás los nombres del auxiliar de imprenta, del maquetador del texto, del corrector, del conserje de la fotomecánica o de la peluquera del autor, pero no los encuentra: ni rastro. Ni siquiera viene el nombre del editor. Es verdad -se dice usted reflexivamente- que un libro se cierra y se pone en el estante sin otro tránsito: no hay que encender luces, ponerse el abrigo, comentar con los compañeros de sesión -con esa mujer a la que va a abandonar pronto por amor a la actriz secundaria- y salir de la sala. Pero usted se pregunta, con un cierto enfado, por qué no podían los productores haber gastado todo ese tiempo en mostrar detenidamente los datos de la película que le interesan a un espectador normal. Camina durante un trecho cavilando, irritado. Y de repente, al cabo de un rato, se da cuenta con tristeza de que se le ha ido de las mientes la melodía de la canción, que ya no se acuerda, que no podrá repetírsela a nadie al día siguiente. Y comienza a silbar los acordes de Candilejas, que es la música que, por pegadiza, se le quedó grabada en su infancia. Por azar se le viene a la cabeza el nombre de un técnico de iluminación: Donald Pickering.

Publicado el 9 de febrero de 2010 a las 23:45.

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Comentarios - 6

1 | Nando J. López (Web) - 10/2/2010 - 12:18

Hermosísima -y necesaria- reivindicación del trabajo invisible. Dicen que el mejor editor es el que no se ve... Pero eso no debería suponer que no se les conozca, sobre todo cuando se les debe tanto (y en tantas ocasiones)

2 | juan - 10/2/2010 - 14:42

A mí me ha pasado algo casi al revés. En los créditos de "Charlie y la fábrica de chocolate" aparece la "Macarena" de Los del río; y por mucho que veo la película no acierto a encontrar entre sus numeritos coreográfico-musicales algo que se le parezca ¿me equivoco?

3 | Luisgé - 10/2/2010 - 17:39

Juan, si difundimos esto acabamos con la reputación de Tim Burton.

4 | Fernando - 11/2/2010 - 21:03

Ahora me explico de dónde sacó la inspiración para tan, ¿cómo decirlo sin despertar la susceptibilidad de los fans de Tim Burton?, "curioso" guión y la elección como protagonista del insoportable histrión que es Johnny Depp. "Charly and the chocolate factory" no sería sino el resultado de una juerga con música de los del Río, vamos algo así como lo que le pasó a Coleridge con su onírico Xanadú evidentemente con resultados a diferente altura.

5 | Juan - 11/2/2010 - 22:54

Fernando: (dale a tu cuerpo alegría) supongo que sabrás que la película está basada en una novela de Roald Dahl, y ya se hizo otra película famosa sobre ella. Por cierto, esta novela ylas pelis son "de culto" para muchos pedagogos y educadores, al mismo nivel de "El señor de las moscas".

6 | Fernando - 12/2/2010 - 14:22

Muchas gracias por la información, nunca lo hubiera imaginado, en mi en mi acreditada estulticia me pareció simplemente una memez, pero bueno si tú lo dices será así; tengo la sensación que a este paso va a ser de culto hasta "la ciudad no es para mi"

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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