Apología del anticlericalismo
El infierno -se sabe desde Dante- tiene muchos niveles y categorías, pero los curas, los obispos y los arzobispos ocupan en él un puesto muy destacado. Del Papa ya ni hablo, pues me cabe la duda de si es el mismísimo Diablo, el Mefistófeles reinante. Digo todo esto a propósito del ungido Munilla, ese ser celestial que nada más llegar al País Vasco para ocupar su nuevo puesto de obispo, con más pinta de pastor de ovejas que de almas, ha despachado esas declaraciones en las que aseguraba que hay cosas mucho peores que lo de Haití, como "nuestra pobre situación espiritual y nuestra concepción materialista de la vida". Ha habido, al oírle, un clamor de espanto, pero él se ha apresurado a aclarar que se habían tergiversado sus palabras. Siempre ocurre igual: a los mentecatos y a los cobardes se les tergiversan las palabras todo el tiempo.
Estamos muy preocupados por el estado de nuestra enseñanza universitaria, y a veces nos preguntamos qué enseñarán en las facultades de periodismo, por ejemplo, para que salgan de ellas profesionales tan mediocres. No he oído nunca a nadie preguntar qué se enseña en las facultades de teología para que sus promociones, año tras año, den este género de memos ilustrados. Porque Munilla no es una excepción vistosa, sino uno más de los majaderos de la Iglesia. Cada semana, si no cada día, nos desayunamos con algún despropósito a cual más llamativo: que la ley del aborto es peor que el Holocausto nazi, que se protege a las crías del lince ibérico pero sin embargo se asesina a bebés rubicundos, que los curas no son pederastas sino efebófilos, que si usas un condón tienes más posibilidades de contagiarte el sida...
Yo creo que la única actitud razonable, reflexiva y ponderada que se puede mantener hoy en día es el anticlericalismo. Los ateos y los agnósticos, por puro instinto de supervivencia. Pero los cristianos de buena fe -esos que antes se llamaban cristianos de base y que siguen siendo hoy, con su esfuerzo, con su solidaridad y con su trabajo social lo único de lo que puede sentir orgullo la Iglesia- deberían ser los más anticlericales de todos, los más beligerantes, los más interesados en que esos cálices herrumbrosos con hostias llenas de moho, desaparecieran de una vez para dejar ver la luz del Evangelio. El mensaje del Evangelio tiene la virtud de que puede ser aceptado por cualquier persona de bien, crea o no en Dios. La Iglesia, en cambio, sigue usando como base doctrinal de sus soflamas el Levítico y otros textos del Antiguo Testamento que hoy, en el siglo XXI, sólo pueden convencer a los necios. En el mismo lugar en el que se condena la homosexualidad, por ejemplo, se condena comer marisco, de modo que no entiendo por qué Rouco está obsesionado con el matrimonio gay y no con la pesca de bajura.
Como dijo no sé quién, se puede discutir de todo menos de lo obvio. Cuando un grupo de señorones vestidos con ropajes caros y gorros estrafalarios -más propios de drag queens que de hombres respetables-, que tienen prohibido amar a alguien de carne y hueso, fornicar, engendrar seres humanos y fundar una familia, cuando estos señorones aseguran que "Europa se quedaría sin hijos sin la familia católica", ¿qué se puede responder? Cuando el tal Munilla, ataviado con más joyas que una marquesona del siglo XIX, critica "nuestra concepción materialista de la vida", sentado en algún lujoso salón de un palacio arzobispal, ¿qué se puede responder? Cuando el obispo -irlandés, californiano o conchinchino- clama en el púlpito contra el pecado de sodomía poco rato después de haber firmado el traslado de diócesis de algún cura pederasta para encubrir sus crímenes, ¿qué se puede responder?
Ya no sé si ahora hay infierno o no, porque el infierno está siendo últimamente como la tasa de basuras del Ayuntamiento de Madrid: la ponen y la quitan según las conveniencias. Juan Pablo II lo abolió, Benedicto XVI -tan intelectual él, tan sabio-, lo reinstauró, y no sé si últimamente se ha llegado a una situación intermedia (un infierno con llamas más suaves y calderas de acero inoxidable o algo así). De lo que sí estoy seguro es de que si hay algún lugar infernal al que las almas vayan después de muertos los cuerpos, ese lugar estará lleno de cardenales y arzobispos. A lo mejor el infierno es eso: una misa eterna.
Publicado el 18 de enero de 2010 a las 09:00.