Los escraches y Los Beatles
Los que dicen que los escraches son igual que las agresiones del nazismo a los judíos son los mismos que dicen que entre Hitler y el Che Guevara no hay ninguna diferencia, pues los dos son unos asesinos. Los que dicen eso, una y otra cosa, son sólo imbéciles. Personas sin la capacidad intelectual suficiente para diferenciar los matices de nada. En el mejor de los casos -lo repito-, imbéciles. En el peor, hijos de puta.
No es lo mismo soplar un pito siendo árbitro de fútbol que soplar un clarinete teniendo delante una partitura de Mozart y alrededor a la Filarmónica de Berlín. El filósofo esloveno Zizek (a quien siempre cito de oídas, porque tengo sus libros perpetuamente esperando en la mesilla de noche, entre otras cosas porque su lenguaje criptolingüístico me da pereza) sostiene que quizás ha llegado el momento de preguntarnos si ese cántico fundamentalista al pacifismo, a la no-violencia, no será una estratagema de los poderosos para tener contenidos a los mansos y seguir haciendo de las suyas sin despeinarse. Algo así, sin tanta claridad, es lo que traté de plantear yo en mi primera novela, La dulce ira, que comparte seguramente con Zizek el criptolenguaje.
¿Qué violencia está mal? ¿Toda? ¿Desembarcar en Normandía también? Creo que habría unanimidad en elegir ese momento histórico -y terriblemente violento- como uno de los más heroicos y moralmente nobles de nuestra historia reciente. ¿Dónde empieza entonces el nazismo de la violencia? ¿Es igualmente reprobable pegarle una paliza a un delincuente que ha secuestrado a tu hijo que a una ancianita que pasea con su andador por la calle? ¿Es lo mismo insultar a Luis Bárcenas o a Urdangarín si te los cruzas por la calle que insultar a Jesús Vázquez por maricón? ¿Y qué es la violencia, por cierto? ¿Exige agresión física? ¿Se puede considerar violencia en toda su dimensión el acoso sexual y el mobbing? ¿Es violencia un desahucio? ¿Hay violencia en una sociedad llena de pobres, aunque las calles estén en paz?
No tengo una opinión clara y rotunda sobre los escraches. Hay situaciones en las que el escrache me parece casi un deber moral y otras en las que me asaltan todas las dudas, no sólo porque haya niños por medio (lo que no deja de ser el argumento populista manido), sino por las propias implicaciones del sujeto. Me parece que el fenómeno tiene algún paralelismo con otro fenómeno nunca demasiado apreciado socialmente -por lo mismo que denuncia Zizek, ese sagrado respeto a la maldad si está bien envuelta- y que yo en cambio siempre he defendido: el outing homosexual. ¿Tiene derecho un homosexual a fingir y vivir en silencio sus torturas internas? Nadie lo duda. ¿Tiene derecho un homosexual de tomo y lomo a casarse, engendrar hijos hasta que reviente la casa y ponerse de noche la peluca para ir a los bares más subterráneos a revolcarse con chaperos? Y más aún: ¿tiene derecho un homosexual recalcitrante con cargo público u obispado a votar leyes homófobas y a predicar el infierno para los pecadores justo antes de irse al burdel de chicos más lujoso de la ciudad? Yo hace tiempo que ya no lo dudo: no lo tienen.
La imbecilidad se demuestra confundiendo un pito de árbitro con un clarinete de la Filarmónica. Y la inteligencia se prueba aprendiendo a diferenciar los matices que hay entre los arreglos de batería de los Beatles y los timbales de la obertura de Así habló Zaratustra de Richard Strauss. Yo no sé qué prefiero en cada momento, pero sé sin duda que son distintos.
Publicado el 13 de abril de 2013 a las 16:00.