La fórmula de Blackstone
Archivado en: Blackstone, Recortes, Justicia Social, Economía, Servicios Públicos
"Es preferible que cien personas culpables puedan escapar a que un solo inocente sufra", escribió en 1785 Benjamin Franklin. El aforismo, popularizado quizá por él, fue creado por el jurista inglés William Blackstone en el siglo XV, y es uno de los pilares en los que se asienta todo el derecho penal moderno. Viene a decir, glosado, que una sociedad compasiva y razonable tiene que asumir el riesgo de que haya ladrones y asesinos en las calles con el fin de evitar que un solo inocente sea encerrado en prisión. O, en otras palabras, que el daño moral que se inflige la sociedad a sí misma condenando a un ciudadano sin culpa es mucho mayor que el provecho que se obtiene encarcelando a todos los delincuentes.
Resulta llamativo el modo en que una buena parte de la opinión pública española desprecia este principio esencial de una democracia. Cuando un delincuente reincide gravemente, se reclama enseguida el endurecimiento general de las penas, olvidando que otros mil delincuentes en idéntica situación no reincidieron. Los periódicos publican, por ejemplo, el asesinato de una mujer a manos de un violador recién liberado y de inmediato se comienza a exigir la cadena perpetua para todos los condenados, sin que nadie se pare a pensar en esos otros violadores que al salir de la cárcel no volvieron a delinquir y que por eso no son noticia.
No me interesa ahora, sin embargo, la discusión penal de la fórmula de Blackstone, sino su aplicación civil, que desde la llegada del Partido Popular al gobierno está en franca regresión y que deja ver la grietas de insolidaridad y de miseria moral que resquebrajan la sociedad española.
A finales de los años 80, el entonces famoso concejal del Ayuntamiento de Madrid Ángel Matanzo tomó la decisión de eliminar los bancos de la Puerta del Sol para evitar que se tumbaran en ellos los mendigos y los camellos. A partir de entonces, evidentemente, los turistas fatigados o los madrileños que paseaban por la plaza no tuvieron ningún sitio donde sentarse, pero eso al parecer era un asunto irrelevante para el concejal y para los miles de vecinos que le apoyaron con entusiasmo. Muerto el perro, se acabó la rabia.
El espíritu que anima esa forma quirúrgica y zafia de gobernar se repite ahora continuamente en declaraciones de ministros, en leyes, en proclamas periodísticas y -lo que es peor- en las conversaciones de los bares y en las sobremesas. Consiste en esencia en esgrimir la mamandurria, el fraude y el abuso social como justificaciones para la liquidación de todo.
Se dice, por ejemplo, que si se cambian las leyes hipotecarias para beneficiar al que no ha pagado, todo el mundo querrá dejar de pagar: hacerlo, en consecuencia, sería tanto como premiar el fracaso, la pereza o la incompetencia. Se dice que hay que encarecer las tasas judiciales porque en España somos muy dados a pleitear y es necesario establecer normas disuasorias para que sólo lo hagan quienes de verdad tienen un conflicto real y serio. Se dice que es preciso aumentar el porcentaje que se paga en el precio de los medicamentos o implantar una tasa fija en cada receta porque al parecer el consumo farmacéutico es muy elevado y hay que educar así a los que abusan.
Las consideraciones realizadas acerca de las prestaciones de desempleo han sido aún más extraordinarias. El presidente de Mercadona, Juan Roig, se mostró partidario de "desincentivar más el paro, porque en España sólo recogen naranjas los extranjeros, no hay españoles". El secretario general de la OCDE, José Ángel Gurría, aseguró que él trataría de no contratar a un parado de larga duración por los "malos hábitos" que puede haber adquirido, "incluyendo el de no trabajar". Y Rajoy justificó en julio pasado la reducción progresiva de la prestación alegando que así se estimularía la búsqueda de trabajo.
En suma: como hay sinvergüenzas, camorristas, hipocondríacos y vagos, restrinjamos la asistencia a todos los ciudadanos para que nadie abuse. Esta actitud política tiene que ver, sin duda, con el triunfo social de la ideología de la rentabilidad, según la cual lo que no puede ser medido contablemente no existe. No hay comportamientos éticos, sino cuentas de resultados. No hay servicios públicos, sino empresas mercantiles. Por eso los ultraliberales, que defienden el enflaquecimiento anoréxico del Estado, no hablan casi nunca de justicia -ese concepto tan etéreo-, sino de eficiencia, la palabra más obscena de los últimos tiempos. Hace décadas, cuando se construyeron las sociedades europeas del bienestar, se sostenía el debate político con el lenguaje de la ética; ahora se sostiene con el del management.
Quienes defienden que hay que abolir la fórmula de Blackstone repiten una y otra vez que el modelo social que tenemos nos malcría. A mí, dicho sea de paso, me parece que malcriar así a los ciudadanos no sólo no es pernicioso, sino que es justamente la finalidad del progreso social, pues, como decía Marguerite Yourcenar por boca del emperador Adriano, cuando se hayan evitado las servidumbres inútiles y las desgracias innecesarias quedarán aún los males verdaderos: la muerte, la vejez, la enfermedad o el amor no correspondido. Pero más allá de consideraciones existenciales, es de necios o de canallas sostener que quienes se aprovechan del estado del bienestar son parásitos que no saben hacer otra cosa. Es de necios o de canallas afirmar que en la sociedad en la que vivimos cada uno puede alcanzar lo que merece y que por lo tanto sólo necesitan el auxilio público los gandules y los mediocres. Pero incluso si esto fuera verdad, habría que ser empedernido y feroz para tener como prioridad política, entre tantos atropellos gigantescos como existen, la exigencia de que a todos esos, a los gandules y a los mediocres, se les abandone a su suerte sin que importe el precio. Siempre me ha parecido fascinante que los más piadosos en el templo coincidan con los más justicieros en la vida.
Es preferible que cien caraduras dejen de pagar con trampa su hipoteca a que un solo infortunado llegue a suicidarse por un desahucio. Es preferible que cien pendencieros pleiteen sin causa a que un solo ciudadano quede indefenso ante la justicia. Es preferible que cien aprensivos acumulen píldoras y jarabes innecesariamente a que un solo enfermo muera porque no puede pagar sus medicamentos. Y es preferible que cien vividores chupen de los subsidios públicos a que un solo parado sin posibilidades pase hambre. Si para ello deben subirme los impuestos a mí, que todavía puedo, háganlo.
Es evidente que los poderes del Estado tienen entre sus obligaciones erradicar cualquier tipo de fraude y educar a sus ciudadanos en el uso razonable de los recursos públicos. Pero una sociedad que piensa obsesivamente en los culpables libres antes que en los inocentes presos es una sociedad perversa y gangrenada. Una sociedad sin porvenir.
Publicado en el diario El País el 8 de abril de 2013
Publicado el 9 de abril de 2013 a las 18:00.