Los palillos de Oriente
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Me voy de vacaciones a Japón para no reconocer nada de lo que veo: calles distintas, idioma incomprensible, rótulos ilegibles, comida diferente... Necesito olvidarme de Occidente y en concreto de España. Lamento, en este momento, la invención de Internet, porque por su culpa seguiré teniendo noticias regulares de Rajoy y de Cristóbal Montoro. Pero la felicidad perfecta, como sé hace tiempo, no existe.
Para preparar este viaje estoy leyendo libros japoneses, historia japonesa y guías de Japón. Uno de esos libros (un clásico) es Elogio de la sombra, de Tanizaki, que da vueltas una vez más al asunto del etnocentrismo y de las influencias de unas culturas sobre otras. Todo esto me coincide preparando un proyecto editorial de un exministro (del PP) que hablará justamente de los nuevos rumbos que tiene el mundo y del desplazamiento del centro de gravedad hacia Oriente.
En esta tesitura, acomplejado como siempre por mi mirada etnocéntrica y por mi soberbia occidental, he caído en el error melancólico de creer, con convencimiento casi ontológico, que los cubiertos son mejores que los palillos. ¿Qué quiere decir "mejores"? Más cómodos, más versátiles, más limpios, más ambiciosos.
No sólo me manejo bien con los palillos sino que me divierte comer con ellos (ocasionalmente, claro). Hago esta advertencia para que nadie piense que lo que me mueve es el resentimiento del torpe, que, como la zorra con las uvas, abomina de todo aquello que no puede dominar. No es el caso. Y sin embargo, por más vueltas que le doy, por más humildad occidental que trato de poner en mi juicio, no consigo desprenderme de la idea de que los cubiertos son tecnológicamente superiores, desarrollos avanzados que permiten cumplir más eficazmente la misión para la que fueron creados.
Hay una cosa cierta e indiscutible: lo importante no es la eficacia, como tantas veces defiendo, sino la justicia o la felicidad. Por eso la tecnología, que a veces nos hace la vida más fácil -trinchar un filete en la mesa, sujetar un puñado de guisantes o apurar un cuenco de arroz sin llevárnoslo a la boca, por ejemplo-, no nos concede per se lo verdaderamente sustancial: una comida exquisita. Que se lo digan, sin ir más lejos, a los británicos, cuna de Occidente y poseedores de cuberterías paradigmáticas.
Publicado el 30 de julio de 2012 a las 18:30.