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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Cospedal

Archivado en: Cospedal, Wert, Educación, Paro juvenil

Dice Cospedal sobre la Ley de Educación aprobada hoy por el Gobierno: "¿Cómo es posible que aquellos que protestan no quieran modificar un modelo que nos ha dejado un 30 por ciento de fracaso escolar y el 50 por ciento de paro juvenil?".

Es, definitivamente, gilipollas. Cualquier otra glosa sería verborrea y facundia.

Publicado el 17 de mayo de 2013 a las 18:45.

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Mis libros

Archivado en: La misma ciudad, Donde el silencio, Charco negro, Anagrama, Imagine Ediciones, Unomasuno

LMC

En más de veinte años de biografía literaria he publicado pocos libros. He sido un escritor más bien paciente o perezoso. Este año, sin embargo publicaré tres. Solo en este mes de mayo, dos de ellos.

La misma ciudad es una novela corta (pero intensa) que apareció el día 8 en la editorial Anagrama. Es la historia de un hombre que trabajaba en las Torres Gemelas y que el día de los atentados, al saber que todos aquellos que le conocen le dan por muerto, decide abandonar su vida y marchar lejos a cumplir los sueños que nunca pudo cumplir. Un viaje por las vidas que no pueden vivirse y por el sentido extraño que tiene a veces la aventura. La presentaré, con la compañía de mi editor, Jorge Herralde, y de la mano de José Ovejero, el próximo día 21 de mayo, martes, en la librería Tipos Infames de Madrid.

 

 

 

 

DES

Donde el silencio es un libro de viajes más reales (o no, quién sabe) con el que gané hace unas semanas el Premio Llanes. Lo publica la editorial Imagine y aparecerá mañana, día 14. La cubierta es de mi marido, Axier, que precisamente mañana cumple años. Y el libro, que recorre algunas zonas hermosísimas de España, como Los Ancares, el monte asturiano, Puebla de Sanabria o el sur de Lugo, habla de personas que en un determinado momento decidieron vivir en ese territorio del silencio que cada vez tiene menos espacio en nuestro mundo. El libro se presentará el lunes día 27 (sólo seis días después) en la discoteca Bluefields de Madrid, en horario de noche y bajo la dirección de la polivalente Silvia Pérez Trejo.

 

 

 

 

 

 

CN

Esta misma semana también se publica el libro colectivo Charco negro, en el que, junto a algunos excelentes escritores de Argentina y España, colaboro. Son relatos negros, como indica su título, y lo publica la nueva editorial Unomasuno.

En estos tiempos de miseria (en todos los sentidos), me siento feliz de poder seguir publicando libros. Y me siento más feliz que nunca de ser escritor y no -por ejemplo- notario o ejecutivo de cuentas. Ya sé que soy un sentimental. Y además me gusta serlo.

 

Publicado el 13 de mayo de 2013 a las 22:45.

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Los escraches y Los Beatles

Archivado en: Escraches, Violencia, Zizek, Outing

Los que dicen que los escraches son igual que las agresiones del nazismo a los judíos son los mismos que dicen que entre Hitler y el Che Guevara no hay ninguna diferencia, pues los dos son unos asesinos. Los que dicen eso, una y otra cosa, son sólo imbéciles. Personas sin la capacidad intelectual suficiente para diferenciar los matices de nada. En el mejor de los casos -lo repito-, imbéciles. En el peor, hijos de puta.

No es lo mismo soplar un pito siendo árbitro de fútbol que soplar un clarinete teniendo delante una partitura de Mozart y alrededor a la Filarmónica de Berlín. El filósofo esloveno Zizek (a quien siempre cito de oídas, porque tengo sus libros perpetuamente esperando en la mesilla de noche, entre otras cosas porque su lenguaje criptolingüístico me da pereza) sostiene que quizás ha llegado el momento de preguntarnos si ese cántico fundamentalista al pacifismo, a la no-violencia, no será una estratagema de los poderosos para tener contenidos a los mansos y seguir haciendo de las suyas sin despeinarse. Algo así, sin tanta claridad, es lo que traté de plantear yo en mi primera novela, La dulce ira, que comparte seguramente con Zizek el criptolenguaje.

¿Qué violencia está mal? ¿Toda? ¿Desembarcar en Normandía también? Creo que habría unanimidad en elegir ese momento histórico -y terriblemente violento- como uno de los más heroicos y moralmente nobles de nuestra historia reciente. ¿Dónde empieza entonces el nazismo de la violencia? ¿Es igualmente reprobable pegarle una paliza a un delincuente que ha secuestrado a tu hijo que a una ancianita que pasea con su andador por la calle? ¿Es lo mismo insultar a Luis Bárcenas o a Urdangarín si te los cruzas por la calle que insultar a Jesús Vázquez por maricón? ¿Y qué es la violencia, por cierto? ¿Exige agresión física? ¿Se puede considerar violencia en toda su dimensión el acoso sexual y el mobbing? ¿Es violencia un desahucio? ¿Hay violencia en una sociedad llena de pobres, aunque las calles estén en paz?

No tengo una opinión clara y rotunda sobre los escraches. Hay situaciones en las que el escrache me parece casi un deber moral y otras en las que me asaltan todas las dudas, no sólo porque haya niños por medio (lo que no deja de ser el argumento populista manido), sino por las propias implicaciones del sujeto. Me parece que el fenómeno tiene algún paralelismo con otro fenómeno nunca demasiado apreciado socialmente -por lo mismo que denuncia Zizek, ese sagrado respeto a la maldad si está bien envuelta- y que yo en cambio siempre he defendido: el outing homosexual. ¿Tiene derecho un homosexual a fingir y vivir en silencio sus torturas internas? Nadie lo duda. ¿Tiene derecho un homosexual de tomo y lomo a casarse, engendrar hijos hasta que reviente la casa y ponerse de noche la peluca para ir a los bares más subterráneos a revolcarse con chaperos? Y más aún: ¿tiene derecho un homosexual recalcitrante con cargo público u obispado a votar leyes homófobas y a predicar el infierno para los pecadores justo antes de irse al burdel de chicos más lujoso de la ciudad? Yo hace tiempo que ya no lo dudo: no lo tienen.

La imbecilidad se demuestra confundiendo un pito de árbitro con un clarinete de la Filarmónica. Y la inteligencia se prueba aprendiendo a diferenciar los matices que hay entre los arreglos de batería de los Beatles y los timbales de la obertura de Así habló Zaratustra de Richard Strauss. Yo no sé qué prefiero en cada momento, pero sé sin duda que son distintos.

 

Publicado el 13 de abril de 2013 a las 16:00.

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La fórmula de Blackstone

Archivado en: Blackstone, Recortes, Justicia Social, Economía, Servicios Públicos

"Es preferible que cien personas culpables puedan escapar a que un solo inocente sufra", escribió en 1785 Benjamin Franklin. El aforismo, popularizado quizá por él, fue creado por el jurista inglés William Blackstone en el siglo XV, y es uno de los pilares en los que se asienta todo el derecho penal moderno. Viene a decir, glosado, que una sociedad compasiva y razonable tiene que asumir el riesgo de que haya ladrones y asesinos en las calles con el fin de evitar que un solo inocente sea encerrado en prisión. O, en otras palabras, que el daño moral que se inflige la sociedad a sí misma condenando a un ciudadano sin culpa es mucho mayor que el provecho que se obtiene encarcelando a todos los delincuentes.

Resulta llamativo el modo en que una buena parte de la opinión pública española desprecia este principio esencial de una democracia. Cuando un delincuente reincide gravemente, se reclama enseguida el endurecimiento general de las penas, olvidando que otros mil delincuentes en idéntica situación no reincidieron. Los periódicos publican, por ejemplo, el asesinato de una mujer a manos de un violador recién liberado y de inmediato se comienza a exigir la cadena perpetua para todos los condenados, sin que nadie se pare a pensar en esos otros violadores que al salir de la cárcel no volvieron a delinquir y que por eso no son noticia.

No me interesa ahora, sin embargo, la discusión penal de la fórmula de Blackstone, sino su aplicación civil, que desde la llegada del Partido Popular al gobierno está en franca regresión y que deja ver la grietas de insolidaridad y de miseria moral que resquebrajan la sociedad española.

A finales de los años 80, el entonces famoso concejal del Ayuntamiento de Madrid Ángel Matanzo tomó la decisión de eliminar los bancos de la Puerta del Sol para evitar que se tumbaran en ellos los mendigos y los camellos. A partir de entonces, evidentemente, los turistas fatigados o los madrileños que paseaban por la plaza no tuvieron ningún sitio donde sentarse, pero eso al parecer era un asunto irrelevante para el concejal y para los miles de vecinos que le apoyaron con entusiasmo. Muerto el perro, se acabó la rabia.

El espíritu que anima esa forma quirúrgica y zafia de gobernar se repite ahora continuamente en declaraciones de ministros, en leyes, en proclamas periodísticas y -lo que es peor- en las conversaciones de los bares y en las sobremesas. Consiste en esencia en esgrimir la mamandurria, el fraude y el abuso social como justificaciones para la liquidación de todo.

Se dice, por ejemplo, que si se cambian las leyes hipotecarias para beneficiar al que no ha pagado, todo el mundo querrá dejar de pagar: hacerlo, en consecuencia, sería tanto como premiar el fracaso, la pereza o la incompetencia. Se dice que hay que encarecer las tasas judiciales porque en España somos muy dados a pleitear y es necesario establecer normas disuasorias para que sólo lo hagan quienes de verdad tienen un conflicto real y serio. Se dice que es preciso aumentar el porcentaje que se paga en el precio de los medicamentos o implantar una tasa fija en cada receta porque al parecer el consumo farmacéutico es muy elevado y hay que educar así a los que abusan.

Las consideraciones realizadas acerca de las prestaciones de desempleo han sido aún más extraordinarias. El presidente de Mercadona, Juan Roig, se mostró partidario de "desincentivar más el paro, porque en España sólo recogen naranjas los extranjeros, no hay españoles". El secretario general de la OCDE, José Ángel Gurría, aseguró que él trataría de no contratar a un parado de larga duración por los "malos hábitos" que puede haber adquirido, "incluyendo el de no trabajar". Y Rajoy justificó en julio pasado la reducción progresiva de la prestación alegando que así se estimularía la búsqueda de trabajo.

En suma: como hay sinvergüenzas, camorristas, hipocondríacos y vagos, restrinjamos la asistencia a todos los ciudadanos para que nadie abuse. Esta actitud política tiene que ver, sin duda, con el triunfo social de la ideología de la rentabilidad, según la cual lo que no puede ser medido contablemente no existe. No hay comportamientos éticos, sino cuentas de resultados. No hay servicios públicos, sino empresas mercantiles. Por eso los ultraliberales, que defienden el enflaquecimiento anoréxico del Estado, no hablan casi nunca de justicia -ese concepto tan etéreo-, sino de eficiencia, la palabra más obscena de los últimos tiempos. Hace décadas, cuando se construyeron las sociedades europeas del bienestar, se sostenía el debate político con el lenguaje de la ética; ahora se sostiene con el del management.

Quienes defienden que hay que abolir la fórmula de Blackstone repiten una y otra vez que el modelo social que tenemos nos malcría. A mí, dicho sea de paso, me parece que malcriar así a los ciudadanos no sólo no es pernicioso, sino que es justamente la finalidad del progreso social, pues, como decía Marguerite Yourcenar por boca del emperador Adriano, cuando se hayan evitado las servidumbres inútiles y las desgracias innecesarias quedarán aún los males verdaderos: la muerte, la vejez, la enfermedad o el amor no correspondido. Pero más allá de consideraciones existenciales, es de necios o de canallas sostener que quienes se aprovechan del estado del bienestar son parásitos que no saben hacer otra cosa. Es de necios o de canallas afirmar que en la sociedad en la que vivimos cada uno puede alcanzar lo que merece y que por lo tanto sólo necesitan el auxilio público los gandules y los mediocres. Pero incluso si esto fuera verdad, habría que ser empedernido y feroz para tener como prioridad política, entre tantos atropellos gigantescos como existen, la exigencia de que a todos esos, a los gandules y a los mediocres, se les abandone a su suerte sin que importe el precio. Siempre me ha parecido fascinante que los más piadosos en el templo coincidan con los más justicieros en la vida.

Es preferible que cien caraduras dejen de pagar con trampa su hipoteca a que un solo infortunado llegue a suicidarse por un desahucio. Es preferible que cien pendencieros pleiteen sin causa a que un solo ciudadano quede indefenso ante la justicia. Es preferible que cien aprensivos acumulen píldoras y jarabes innecesariamente a que un solo enfermo muera porque no puede pagar sus medicamentos. Y es preferible que cien vividores chupen de los subsidios públicos a que un solo parado sin posibilidades pase hambre. Si para ello deben subirme los impuestos a mí, que todavía puedo, háganlo.

Es evidente que los poderes del Estado tienen entre sus obligaciones erradicar cualquier tipo de fraude y educar a sus ciudadanos en el uso razonable de los recursos públicos. Pero una sociedad que piensa obsesivamente en los culpables libres antes que en los inocentes presos es una sociedad perversa y gangrenada. Una sociedad sin porvenir.

Publicado en el diario El País el 8 de abril de 2013

 

Publicado el 9 de abril de 2013 a las 18:00.

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Chávez, más Chávez

Archivado en: Hugo Chávez, Pobreza, América Latina, Populismo

Chávez

Hay dos asuntos de la actualidad en los que yo, que soy tan sectario y tengo tanta facilidad para simplificar en tonalidades nítidas de gris muy claro o muy oscuro la realidad del mundo, no entiendo cómo se puede ser rotundo, terminante, imperativo. Uno es el conflicto palestino-israelí. El otro es Hugo Chávez. Y vaya por anticipado que las equidistancias, los términos medios y las neutralidades no son, como resulta evidente en este blog, opciones que entonen con mi temperamento.

He visto y leído mucho lo que ha ido apareciendo estos días acerca de la muerte del presidente venezolano. Muchas veces con estupor o con desconcierto. Del descerebramiento de la derecha mediática y no mediática ya tengo constancia sobrada, pero no imaginaba que la izquierda leninista saliera tan en tromba a defender actitudes paleolíticas y a exhibir la pureza pata negra de sus sentimientos ideológicos. Si la crisis nos ha traído a estos lodos, mal camino llevamos a mi juicio para rehacer un relato que devuelva la autoridad moral que la izquierda nunca debía haber perdido. Porque en los relatos, como bien saben los escritores y los buenos lectores, los buenos propósitos no bastan. Las grandes novelas están hechas de propósitos y de palabras inseparables.

En estos tiempos de neoliberalismo hegemónico, de organismos internacionales empeñados en recetas caducadas y antisociales, de socialdemocracia complaciente, de mercantilismo espiritual y de casinos financieros, no hace falta ser Rosa Luxemburgo para sentir simpatía por alguien cuyo mayor empeño es atajar la pobreza, alfabetizar a los ignorantes y reinsertar en la sociedad a sectores muy amplios de la población que estaban excluidos. Todo eso ha sido así en Venezuela durante los catorce años de chavismo, según señalan todos los indicadores objetivos (los de la ONU, por ejemplo). Y habiendo sido así, tiene poco sentido negarlo.

En los años 70, el país más pobre de Europa (de la Europa occidental) era Noruega. Al parecer, según recuerdan los propios noruegos, era un país verdaderamente pobre en algunas regiones. Con el descubrimiento de los pozos de petróleo del Mar del Norte se convirtió en uno de los más ricos. Esos yacimientos, por cierto, también se nacionalizaron; es decir, se afirmó el derecho del Estado, de todos los noruegos, a explotar esa riqueza. Lo que se construyó allí fue una sociedad desarrollada en todos los sentidos. Una economía dinámica y estructurada que no lo hiciese depender todo del petróleo y de su precio en los mercados internacionales. Nada parecido ha ocurrido en Venezuela, y aunque no me cabe duda de que la propia historia del país, las oligarquías reinantes y hasta el clima tienen algo que ver en eso, me parece razonable afirmar que Hugo Chávez es uno de los grandes responsables. Ha usado la manguera de petróleo para todo: para regar en casa y para hacer política internacional. ¿Qué habría sido de la presidencia de Chávez si el petróleo en vez de subir a 130 dólares el barril se hubiera estabilizado en los 10 dólares que valía cuando él llegó al poder? Esa pregunta habría que responderla. ¿Cómo se reduce la pobreza sin recursos naturales poderosos? ¿Cómo se cohesiona la sociedad sin un pozo negro manando incesantemente? No es sólo una pregunta malintencionada: es una mirada política. Aquí Zapatero era sobresaliente y muy social cuando reducía el paro a niveles récord, pero en cuanto dejó de manar el ladrillo de los pozos de riqueza nacionales se convirtió en un demonio. El hecho de que los oligarcas venezolanos, en un ejercicio de política ficción, hubieran usado ese petróleo de 130 dólares para propio beneficio no me distrae de la pregunta ni me hace cambiar de opinión.

La delincuencia de Caracas no la inventó Chávez, pero en el mejor de los casos no supo contenerla, y una sociedad violenta es una sociedad siempre injusta. La corrupción y la burocracia tampoco las creó él, pero se multiplicaron durante su mandato. Y el respeto a los derechos humanos, según indicadores también objetivos (los últimos, los de Human Rights Watch) no ha sido especialmente brillante.

Chávez ganó muchas elecciones democráticas y limpias. Sus detractores hacen hincapié en el control que tenía de los medios de comunicación. Puede ser cierto, pero a decir verdad esa es la misma razón por la que el PP gana elecciones en España, según mi opinión. En un país como el nuestro no hay ahora mismo medios de comunicación de izquierdas -salvo en la prensa digital, que no deja de ser todavía un rincón minoritario a la hora de crear opinión-, y no creo que sea debido a la inexistencia de un espectro sociológico adecuado.

Sí creo, en todo caso, que existe una diferencia sustancial con Venezuela (y con Italia, ya que estamos). En España un presidente del Gobierno jamás tendría un programa en la televisión en el que dar rienda suelta a sus instintos, a sus digresiones personales y a sus caprichos. Si cada día saliera Rajoy en la televisión y se permitiera el lujo de decirle a un pobre que ha llamado por teléfono al programa -como si llamara a Julia Otero o a la difunda Encarna Sánchez- que de la bolsa del Estado le va a pagar un frigorífico porque el suyo se le ha roto, aquí, en España, nos desmayaríamos de la cólera. Llevo todos estos días tratando de entender cómo ese populismo de la especie más barata y más primaria no escandaliza a quienes defienden el chavismo. Y llevo todos estos días asombrándome de las cosas que escucho y leo: para justificar a Chávez se hacen retorcimientos dialécticos de equilibrista en el alambre. Incluso alguien como Antonio Orejudo, tan sensato siempre, hacía el otro día una loa de acróbata al populismo bueno: "Lo que más teme nuestra izquierda -nuestra izquierda refinada, esa que defiende la enseñanza pública y matricula a sus hijos en el Liceo Francés- es que el pueblo acabe convirtiéndose en la clase dominante. Y cuando digo el pueblo no me refiero esa entidad difusa y romántica a la que cantaba Quilapayún, cuyas canciones -el pueblo unido jamás será vencido- han debido de corear varias veces los mismos que ahora acusan a Chávez de populista. Cuando digo pueblo digo pueblo: la gente que habla a voces en los centros comerciales, las señoras que gritan ‘guapa' a Su Majestad la Reina, los votantes de Álvarez Cascos, los que degluten palomitas en el cine, los espectadores de Gran Hermano, los padres que insultan al árbitro en los partidos de sus hijos y el público que asiste en directo al programa de María Teresa Campos. Lo que nuestra izquierda exquisita no soporta es que un gobernante dé poder y dignidad a tanta gente fea", decía Orejudo.

Me cuesta entender -y tiendo a creer incluso que es metafísicamente imposible hacerlo- por qué el populismo de Esperanza Aguirre es intrínsecamente malo y el de Chávez, idéntico pero redoblado, sólo trata de dar dignidad a la gente humilde. Y yo, que debo de ser muy exquisito, aunque no sé ya si de izquierdas, tal y como se están corriendo las dos orillas en estos tiempos, rezo cada día al dios en el que no creo -en el que Chávez creía mucho y de manera primitiva, por cierto- para que los rumbos de la sociedad en la que vivo no los marquen de ninguna forma los que degluten palomitas, los que ven compulsivamente Gran Hermano o los que sueñan con ser invitados al programa de María Teresa Campos. Tengo la sensación, además, de que Antonio Orejudo también reza por ello. Yo creo que sí se puede defender la enseñanza pública con convicción y llevar a tus hijos al Liceo francés -del mismo modo que se puede salir a recoger un Goya vestida de Chanel y reclamar que se frenen los desahucios-: lo que no se puede es lamentar continuamente la pobreza cultural y la alienación social y respaldar luego esas hemorragias emocionales y falleras que hay en el chavismo o que han sido seña de identidad eterna del peronismo.

El día de la muerte escribí un twit que una amiga de este blog me reprochó en privado (es esa la razón por la que al final me he sentado a escribir este post, después una vez más de tanto abandono). Dije en ese twit que, se pensara lo que se pensara sobre Chávez, la intervención de Nicolás Maduro anunciando su muerte no había sido muy distinta de la de Arias Navarro. Luego salió la cúpula del ejército -con una escenografía de gente fea digna de los Monty Python- para hacer un discurso espeluznante. Más tarde anunciaron que al comandante lo iban a embalsamar para que se le pudiera seguir acompañando en la eternidad. Y ahora, como el Cid, se le ha metido en la campaña electoral tratando de sacar más votos que cuando estaba vivo.

Los partidarios inquebrantables del difunto -y ni siquiera todos- tratan de explicar que estas cosas, de las que el chavismo estuvo tan lleno, pertenecen a la anécdota y que esa anécdota no afecta a la categoría. Y esto sabemos desde hace tiempo que es falso. La anécdota es la categoría o la determina. Del mismo modo que una novela mal escrita será siempre una mala novela, aunque la trama sea interesante y la moraleja nos guste. Porque si en política lo único que cuenta es la intención, como en los regalos de cumpleaños, es posible que tuviéramos que poner en nuestros altares a muchos de los próceres mundiales que detestamos.

Yo reclamo mi derecho a no tener que elegir entre Christine Lagarde y la momia embalsamada de Chávez y, sin que sirva de precedente, a que no se me ponga en el bando de los enemigos de unos o de otros si reconozco méritos o si denuncio vergüenzas. También Lula y Roussef o Correa han reducido la pobreza, también en Perú se están formando clases medias con acceso al bienestar, también la Concertación chilena recobró la dignidad pisoteada de un pueblo y aumentó la cohesión social. Y lo han ido haciendo además sin yacimientos gigantescos de petróleo.

Es evidente que uno de los males de la izquierda española es la exquisitez y el colaboracionismo. Se lleva varios años hablando de eso, aunque está por ver si servirá para enmendarlo. De lo que se habla menos -o nada- es de los males de la otra izquierda: el adanismo y el descamisamiento. Que a mí, por edad y tal vez por soberbia, me parecen casi peores.

 

Publicado el 13 de marzo de 2013 a las 01:30.

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El Palacio de Invierno

Archivado en: Bárcenas, Periodismo, Corrupción, PP, Amy Martin

La democracia es una cosa bonita. Realmente bonita. Consiste, en esencia, en que los ciudadanos sujetos de soberanía -aunque ahora tampoco está claro quiénes son, pero esa es otra historia- deciden quiénes les gobiernan. Dando por sentado que hay que organizar las cosas públicas y que hay distintos modos y distintas capacidades de hacerlo, son los ciudadanos quienes eligen los que mejor les convienen. Y quien gana, manda.

Esta es la doctrina. Y la doctrina es bonita, qué duda cabe. La realidad, sin embargo, es un poco más compleja.

Una de las discusiones teóricas que se establecieron hace años, a propósito de la revolución castrista y en general de las dictaduras comunistas en el Tercer Mundo, es la de la mayoría de edad intelectual del pueblo para decidir. ¿Son los pobres capaces de decidir autónomamente y de votar con responsabilidad y conocimiento de causa en unas elecciones democráticas, o necesitan, como los adolescentes menores de 18 años, una formación previa? Es la misma discusión que se estableció en la Segunda República Española, entre las fuerzas progresistas, para decidir si era conveniente otorgar el derecho al voto a las mujeres. Victoria Kent, una de las tres diputadas de toda la cámara, elegida en las listas del Partido Radical Socialista, defendió que se aplazara la concesión del sufragio femenino, puesto que la preparación cultural y política de las mujeres era tan baja que acabarían votando, por influencia de la Iglesia Católica, a los partidos conservadores.

Yo, como Clara Campoamor, creo que "la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos, es caminar dentro de ella". Y creo que una libertad ilusoria es siempre más llevadera que una esclavitud transparente.

Dicho esto, y salvaguardado por lo tanto el principio superior, sería bueno que al mirar nuestras democracias dejáramos de ser complacientes y de invocar a la libertad con una grandilocuencia tan ripiosa como vacía de contenido. No es la libertad quien decide los gobiernos ni las mayorías, o no lo es tan edénicamente como solemos proclamar. Bastaría mirar las cuentas electorales de la Gran Democracia, la estadounidense, para admitir que algo huele a podrido. El mecanismo de recaudación, de favores prestados y de devolución de esos favores funciona con una perfección que invalida casi de base todo lo demás. Si para ser elegido hace falta construir una maquinaria tan costosa y contar por lo tanto con el apoyo de personas y empresas que gozan de privilegios descomunales, es matemáticamente imposible que triunfe nunca alguien que ponga en cuestión esos privilegios y que trate de remover sinceramente el status quo. Podemos pregonar la libertad, cantar himnos y hacer tomas de posesión solemnes, pero eso no cambiará nada.

Creer que los ciudadanos eligen razonada y meditadamente a sus gobernantes es una de las mayores simplezas que se repiten en el discurso público. Los políticos candidatos deben decir que es así porque si alguno denunciara el sectarismo, la ignorancia y la inmadurez generales perdería anticipadamente las posibilidades de gobernar. Hay que halagar al pueblo, cantar su sabiduría y celebrar su prudencia, pero lo cierto es que los ciudadanos deciden por emociones y por informaciones manipuladas más que por análisis racionales. Lo cierto es que los ciudadanos no tienen en general, por ejemplo, ninguna formación económica, lo que facilita la deformación económica promulgada por los medios de comunicación. Lo cierto, en fin, es que los ciudadanos confunden, mezclan y desnaturalizan casi todo lo que concierne a la gestión pública. Aún recuerdo a aquel taxista que, en los mayores momentos de caos urbano en Madrid a causa de las obras, iba quejándose de la incompetencia de Zapatero, y que, al hacérsele ver que el alcalde de Madrid era Gallardón, y no Zapatero, insistía en que Gallardón hacía lo que Zapatero le dejaba hacer.Bárcenas

¿Es realmente una democracia la de un país en la que todos los medios de comunicación -con excepciones que pueden contarse con los dedos de un muñón- son conservadores y están alineados con unos intereses manifiestos? ¿Es realmente una democracia la de un país en el que cuando comienza a levantarse la alfombra putrefacta de un partido político surge oportunamente un caso bufonesco del partido rival que oscurece todo?

Conocí hace años a Amy Martin, cuando se hablaba de ella como una de las promesas más firmes de la literatura española. No la leí, pero su bobería me produjo un cierto estupor. Sí leí luego los artículos que publicaba en El País, y repetí en todos los casos la broma machista de que sin duda tenía que chupársela a alguien para que se los publicaran: no era un problema de acuerdo o desacuerdo -más bien coincidíamos ideológicamente-, sino de banalidad colosal. Todos aquellos amigos o conocidos míos que la han tratado han mostrado siempre la misma perplejidad. No hago leña del árbol caído, sino de las alamedas -si se me consiente la broma- fabricadas con bonsáis.

Durante una semana, la semana crítica para que el poso de la opinión pública se solidificara, Bárcenas ha desaparecido de los telediarios y de las portadas de los periódicos. Las contrataciones de cacique de Baltar, por supuesto, más aún. Y el dinero en Suiza de López Viejo no ha llegado ni a tener relevancia en el papel. Todo el país, a derecha e izquierda, se ha dedicado a deleitarse con las vicisitudes, bien literarias, de Amy Martin. Y los creadores de la sincronización han logrado no solamente desvaír la corrupción del PP, sino transmitir la idea una vez más de que las habas se cuecen igual en todas partes y de que el mamoneo es idéntico en uno y otro lugar. Misión cumplida.

Cuando los chicos del 15-M gritaban aquello de "lo llaman democracia y no lo es" se referían a esto y a alguna cosa más como esto. Se referían a esa sensación de que la baraja está trucada y de que lo que percibimos -todos, ellos mismos que lo coreaban, yo mismo que escribo esto- es un gran fraude.

Yo sigo siendo partidario de Clara Campoamor: la libertad, si tiene algún camino, está en su propio ejercicio. Pero cada vez me repugna menos la idea de que esa libertad se use para asaltar el Palacio de Invierno. Porque lo que nos dejan ver por sus ventanas es una falsificación de lo que realmente ocurre.

 

Publicado el 27 de enero de 2013 a las 20:30.

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La vida buena y el ministro Wert

Archivado en: Ley Wert, Ramoneda

En su libro La izquierda necesaria, recién publicado por RBA, Josep Ramoneda escribe: "Se dice, como una gran tragedia, que nuestros hijos vivirán peor que nosotros, en el sentido de que su renta disponible y su marco asistencial serán sensiblemente inferiores a los nuestros. Quizás es el momento de repensar la vida, el sentido del saber vivir".

A estas alturas parece evidente que la causa de todo lo que nos pasa -y nos va a seguir pasando durante una buena temporada- tiene que ver con la forma que tenemos de medirlo todo: el PIB, la cotización, la renta, el salario disponible, el patrimonio personal. Ramoneda lo cuenta admirablemente, entre otras muchas cosas, en este libro.

En este contexto, mi amiga Concha, vieja profesora y sindicalista de pro, me hace llegar hoy por internet la siguiente comparación que anda circulando por ahí:

Preámbulo de la LOE (2006): "Las sociedades actuales conceden gran importancia a la educación que reciben sus jóvenes, en la convicción de que de ella dependen tanto el bienestar individual como el colectivo. La educación es el medio más adecuado para construir su personalidad, desarrollar al máximo sus capacidades, conformar su propia identidad personal y configurar su comprensión de la realidad, integrando la dimensión cognoscitiva, la afectiva y la axiológica. Para la sociedad, la educación es el medio de transmitir y, al mismo tiempo, de renovar la cultura y el acervo de conocimientos y valores que la sustentan, de extraer las máximas posibilidades de sus fuentes de riqueza, de fomentar la convivencia democrática y el respeto a las diferencias individuales, de promover la solidaridad y evitar la discriminación, con el objetivo fundamental de lograr la necesaria cohesión social. Además, la educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución de sociedades avanzadas, dinámicas y justas. Por ese motivo, una buena educación es la mayor riqueza y el principal recurso de un país y de sus ciudadanos."

Primer párrafo del Anteproyecto de la LOMCE (o Ley Wert, 2012): "La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país; su nivel educativo determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global."

Esta es la mudanza. Este es el síntoma y el problema. Euros, renta, salario variable, competitividad, productividad.

Dinero.

Podría darse el caso, incluso, de que ese párrafo de la Ley Wert fuera falso. Hay que desconfiar de todo lo que circula por internet sin credenciales. Pero no cambiaría nada. Si non è vero, è ben trovato.

Hoy le decía a uno de mis amigos -de entre todos ellos, el único que podría haber redactado él solo el preámbulo del antrepoyecto de Wert- que dos personas que hablan esos dos idiomas no hablan de lo mismo. Que es como conversar en chino y en español al mismo tiempo. O mejor aún, en alemán y en español al mismo tiempo.

Nada va a cambiar mientras no volvamos al primer preámbulo (en la educación, en la cultura, en las relaciones laborales, en la convivencia social). Tengámoslo claro. Y para quienes tratan de seguir confundiéndolo todo, con su posesión de la verdad, Ramoneda también describe ese modo tan moderno (o tan reaccionariamente español) que tienen los cínicos de llamar buenismo a lo que es solamente ética básica.

Publicado el 12 de noviembre de 2012 a las 23:15.

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Viva Zapatero

Archivado en: Matrimonio gay, Zapatero

Tengo demasiadas ocupaciones y, a causa de eso, he desatendido este blog más de lo que me gustaría y de lo que debería, en estos tiempos tan fértiles para la diatriba y la glosa. En un día como hoy, sin embargo, no puedo dejar de escribir para celebrar que soy constitucional. Hace algo más de seis años me casé con el hombre al que amaba y al que sigo amando. Llevábamos juntos desde hace ocho más. Decidimos casarnos porque creíamos que los actos jurídicos tienen valor -el valor de los derechos que reconocen- y porque en aquel momento era subversivo, y en una sociedad como esta, cada vez más ramplona e insensata, lo que se echa en falta son pequeños actos subversivos.

Hicimos una boda a lo grande. Fue, gracias a las familias y a los amigos que nos acompañaron, un día irrepetible. Jubiloso. En vez de regalar a los invitados un platito grabado o un arcoiris con nuestros nombres de recuerdo, como es usual, editamos un libro para la ocasión. En él estaban los textos de muchos amigos escritores y un texto nuestro que hoy quiero reproducir aquí porque está perfectamente vigente. El texto se titulaba Viva Zapatero y hoy se sigue titulando Viva Zapatero. La historia hará la justicia que tenga que hacer en otras cosas, pero en este asunto ya la ha hecho. Zapatero, con un coraje que nadie le prestó, nos dio una dignidad que no habíamos soñado tener. Y la dignidad es lo primero que necesita un ciudadano para ponerse en pie. El texto decía así:

Cuatro bodas y un funeral, la película de Mike Newell que conquistó los cines de todo el mundo en los años noventa, cuenta las peripecias sentimentales de un grupo de amigos que, al cumplir la treintena, tratan de arreglar sus asuntos del corazón. Contemplamos en la pantalla bodas, divorcios, cortejos, desencantos y ensoñaciones. Y entre todo ese ir y venir de enamoramientos, hay una pareja de hombres homosexuales que se aman y comparten su vida con absoluta naturalidad desde un tiempo anterior al que nosotros, espectadores, conocemos. Uno de esos hombres, Gareth, interpretado por el actor británico Simon Callow, es además un modelo de vivacidad, de alegría y -a pesar de su edad ya algo madura- de juventud. Su brío y su risa contagian a todos. Es, de algún modo extraño, el espejo en el que la felicidad se mira.

Pero como tanta dicha no podía acabar bien, Gareth muere de un ataque al corazón en una de las cuatro bodas. Los amigos, que siempre se reunían para celebrar, se reúnen ahora para afligirse. Y antes de empezar la misa de funeral -porque las cuatro bodas y el funeral se ofician eclesiásticamente, como Dios manda-, Matthew, el novio viudo del difunto, hace un conmovedor discurso elegiaco que comienza así: "A Gareth le gustaban más los funerales que las bodas. Decía que le resultaba más fácil entusiasmarse con una ceremonia en la que tenía posibilidades de ser protagonista algún día".

Es humor negro, pero muestra a la perfección cómo nos hemos sentido siempre todos aquellos que, pudiendo morirnos, no podíamos sin embargo casarnos. Esa solemnidad en la que se celebra un compromiso tan crucial nos ha resultado siempre igual de extraña que las sirenas, los dragones de dos cabezas y los duendes del bosque. Podíamos llegar a soñar con viajes exóticos, con triunfos grandiosos y con amores desesperados, pero no con que reuniríamos alguna vez a nuestros amigos y a nuestra familia para festejar una boda. Esa reunión, si se celebraba, sería, como en el caso de Gareth, con nosotros de cuerpo presente y en traje de mortaja.

Desde niños hemos tenido que ensayar expresiones de rufián, de misántropo o de mujeriego para disculpar la soltería.

-Y tú qué, ¿cuándo te casas? -preguntaban las tías y los concuñados en los entreactos de otras bodas o en las celebraciones de Navidad.

-Yo no me caso -había que responder con gesto de altanería, como si aquello fuera una decisión tomada con voluntad. Y luego, pícaramente:-. Se está mucho mejor sin cargas.

Algunos, más valientes -o más incriminados por sus modales torcidos y sus pintas pulposas-, tomaban desde el principio la calle de en medio en sus respuestas:

-Pero cómo voy a casarme yo, si soy maricón.

Como siempre ocurre, se hizo de la necesidad virtud, y muchos crecieron orgullosos de tener que vivir esas relaciones clandestinas, a salto de mata, levantadas sobre la pura adversidad. El amor libre, lo llamaban; y al resto de los amores -los de quienes se casan y procrean y envejecen junto a otro-, amor burgués. Muchos de quienes rondan hoy los sesenta años todavía siguen hablando así, con ese lenguaje de fotonovela hippie, aunque nadie sepa ya muy bien qué es el amor libre ni por qué los otros no lo son. "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien", dijo Luis Cernuda en un célebre poema que sigue estremeciendo por su amargura.

El matrimonio es algo muy simple: un acto jurídico que reconoce el parentesco a quienes se aman. No es la certificación del amor, pues el Estado no es quién para certificar sentimientos, sino la certificación de unos derechos legales que el Estado otorga a quienes se aman. La certificación de que dos personas que han decidido compartir su vida se reconocen una a la otra autoridad sobre sus asuntos: sobre sus haciendas, sobre su salud, sobre sus negocios. Incluso sobre algunos trámites de la muerte que están reservados a los parientes.

Y el matrimonio es también -por qué no- un acto de luminosidad, de jactancia casi: "Mírennos, aquí estamos. Juntos. Revueltos. Con la cama deshecha y con los cuerpos marcados. En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte -o la discordia- nos separe".

Quienes no estábamos autorizados a casarnos no teníamos hasta hace poco nada de esto. Ni los derechos jurídicos ni la luminosidad. Ni el certificado de parentesco ni el afecto de los otros. A unos les echaban de las casas en las que habían vivido durante años cuando su compañero -dueño o arrendatario titular- moría. A otros no les autorizaban a visitar en los hospitales a la persona con la que convivían, y mucho menos aún les pedían opinión o permiso para tomar decisiones médicas si eran necesarias. A algunos, extranjeros, no les dejaban quedarse a vivir en España con sus parejas. Nadie podía arreglar sus impuestos asociadamente o pedir un traslado laboral a otra ciudad alegando el traslado de su amante. Y eran pocos los que disfrutaban de la confianza de la familia, de los amigos y de los compañeros de trabajo a la hora de comportarse destapadamente, sin ocultaciones ni secretos. Debíamos vivir en la clandestinidad sentimental, en las catacumbas, en las madrigueras más furtivas. Teníamos que dedicarnos obligadamente -fíjense ustedes- al amor libre, para que luego, llegado el momento, nos acusaran además de promiscuos y degenerados.

Todo eso comenzó a cambiar hace mucho tiempo, y lo ha ido haciendo, en distintos modos, poco a poco. La historia de los hechos es muy larga y fatigosa. Pero hubo un día, al final, distinto de los otros. Un día sobresaliente, extraño. El 15 de abril de 2004, a la hora de las grandes faenas toreras, José Luis Rodríguez Zapatero, que pronunciaba su discurso de investidura como candidato a la Presidencia del Gobierno, enfiló lo formidable. "Ha llegado también el momento de poner fin, de una vez, a las intolerables discriminaciones que aún padecen muchos españoles por razón exclusiva de su preferencia sexual", dijo con la voz serena. Pero no se conformó con esa declaración de intenciones de tono conjetural y doctrinario. Porfió: "Lo diré con claridad: homosexuales y transexuales merecen la misma consideración pública que los heterosexuales y tienen el derecho a vivir libremente la vida que ellos mismos hayan elegido". Ya no había duda sobre el propósito, pero para que no la hubiera tampoco sobre el compromiso, remató el brindis: "Modificaremos, en consecuencia, el Código Civil para reconocerles, en pie de igualdad, su derecho al matrimonio con los efectos consiguientes en materia de sucesiones, derechos laborales y protección por la Seguridad Social".

Un pensamiento popular muy manoseado advierte de que nunca somos capaces de apreciar aquello que nos ha sido dado por naturaleza hasta que lo perdemos algún día. Nos creemos desdichados por estar enfermos, pero no dichosos por tener salud. Nos causa dolor la asfixia, pero no nos produce placer respirar. Por eso es tan díficil explicarle a quien siempre estuvo sano o a quien nunca tuvo falta de aire la ventura que sentimos aquel día aquellos que no teníamos nada, los que habíamos crecido sabiendo que las personas a las que queríamos no se reunirían jamás ante nuestro tálamo, sino ante nuestra sepultura.

A muchos de quienes escuchaban aquel discurso el día 15 de abril se les vino el llanto de repente, imprevistamente, en cualquier parte en que estuvieran. No fue un llanto de júbilo -aunque lo hubiera-, ni mucho menos de tristeza. No fue tampoco un llanto melindroso y afeminado de maricones, sino un llanto apacible, mansísimo, el que se manifiesta al final de una lucha abrumadora e incesante. El que deben de sentir los guerreros que al volver a casa, después de haber pasado años en países lejanos y haber visto ante sí catástrofes y calamidades, son abrazados por alguien que les espera y les consuela. Eran palabras dichas en el Parlamento de España por quien iba a ser investido de inmediato Presidente del Gobierno. Y fueron, además, palabras de honor.

Pero las leyes -ya esta dicho muchas veces- no lo cambian todo. Las costumbres sociales y sus purulencias no se dictan en el Boletín Oficial del Estado. Hoy no les es posible casarse aún, aunque el Código Civil se lo consienta, a muchos homosexuales que viven en pueblos pequeños o que han sido criados en familias pías o que tienen la certeza de que serán despedidos de sus trabajos y humillados por sus vecinos si lo hacen. Pasará mucho tiempo hasta que una boda entre dos hombres o entre dos mujeres sea un hecho sin sustancia, ramplón o simple. Hasta que llegue ese momento, casarse con alguien del mismo sexo será, además de un gesto de amor y un derecho de ciudadanía, un acto político de agitación. Un gaudeamus subversivo.

Incluso en esta boda, celebrada en una gran ciudad como Madrid entre dos personas criadas en familias que dejaron de ser pías a tiempo, ha habido congojas y aflicciones. Algunos de nuestros amigos más queridos han preferido no venir porque su dios se lo prohibía. Fíjense ustedes qué dios tan extravagante. Un dios al que le duele que Axier y Luis vivan en la misma casa y duerman en la misma cama; que se calmen uno al otro los espantos; que vayan a los confines de los continentes para conocer el mundo; que se cuiden mutuamente cuando están enfermos; que sueñen o rían o padezcan juntos; que esperen a la muerte uno al lado del otro, conjurándola; y por supuesto, que tengan beneficios fiscales, pensiones de cualquier tipo, derecho de subrogación de una vivienda, si fuera el caso, y quince días de vacaciones pagadas por matrimonio. Qué dios más raro, ciertamente. ¿A quién puede apetecerle pasar una eternidad a su lado, al lado de un dios tan insensato? Predicado así, dan ganas de pecar todo el tiempo para ganarse cuanto antes el infierno.

Esos amigos -muy pocos, por fortuna; caben en un puño- ya se debatirán con su conciencia, si la tienen. Ya dirán sus oraciones a quien deban. Los demás, los que nos han acompañado para celebrar este bullicio a ratos burocrático y a ratos jaranero de nuestra boda -o de nuestro amor juramentado-, podrán ver y decir allá por donde vayan lo poco que pedimos: vivir en paz y durante muchos años; ser felices razonablemente; viajar a Islandia, a Roma y al desierto (y a cualquier ciudad desconocida); leer libros y hablar de ellos; cenar con los amigos en restaurantes o en figones; comprar quizás en el futuro alguna casa tranquila y silenciosa cerca del mar; ir al cine por las noches, a esas sesiones de madrugada a las que no va casi nadie; cocinar al volver a casa del trabajo; dormir juntos, fornicar con consentimiento; mirar los álbumes de fotos; recordar anécdotas antiguas; cuidar a nuestros padres, si lo necesitan; ver crecer a nuestras sobrinas y mimarlas; pasear a la hora del crepúsculo, mirar el cielo. Cosas poco excepcionales, nada estrafalario o asombroso. Si algunas personas encuentran en esto algún mal o alguna lacra, tal vez haya que creer, sin paliativos, que son dementes. Tal vez haya que comenzar a apartarles de los negocios del mundo, a perderles el respeto, a quitarles esos trajes de hombres buenos que se visten casi siempre. Le guardamos respeto a muchos locos, y así nos va. Le guardamos respeto -a veces devoción- a muchos hombres que se empeñan en decir que en el sufrimiento de los otros hay virtud, o probidad, o éxtasis.

Nada de todo aquello se ha olvidado. La soledad, el miedo, la vergüenza, el fingimiento inútil.

-Y tú qué, ¿cuándo te casas?

-Yo no me caso. Se está mucho mejor sin cargas.

Nada de aquello se ha olvidado. Quedan la melancolía y las chifladuras que crecieron a su sombra. Quedan los recelos y los desvaríos. El pánico de algunos ratos, de algunos sueños. Y queda el dolor pasado, que aunque a veces nos parezca que es benéfico porque curte el espíritu, no lo es nunca.

Pero al menos hoy, 22 de abril de 2006, sólo se atiende al júbilo. El júbilo de estar juntos y abrigados. El de tener alrededor -sin féretros- a aquellas personas que queremos. El de brindar por el resto de la vida. Gracias por ello a quienes la viven con nosotros, a quienes nos guardan. Y gracias por ello, Presidente.

Hoy estoy feliz, pero no olvido a ninguno de los que me hicieron sufrir sin causa (si es que alguna vez hay causa). No olvido a los que siguen en ese empeño, aunque a mí ya no me afecte. No olvido que tres magistrados del Tribunal Constitucional han votado que no. Seguramente hace siglos hubo también, en alguún tribunal semejante, quien votó que no a la abolición de la esclavitud o al sufragio femenino. El mismo sinsentido, la misma negrura en el alma.

No olvido, tampoco, a los que hicieron el camino. A los homosexuales que se jugaron la vida cuando era peligroso. A los que levantaron la voz. A los que cada día defienden lo evidente. Al Presidente del Gobierno que un día cambió mi vida.

Publicado el 6 de noviembre de 2012 a las 23:00.

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Haikus japoneses, coda final: Españoles en el mundo

Archivado en: Japón, Turismo, Españoles, José Manuel Soria

España es un país con fama de paleto, y la fama desgraciadamente no es demasiado injustificada (baste ver los niveles de lectura, de compra de prensa escrita o de asistencia a determinados espectáculos culturales). España es además un país en bancarrota, un país en el que la deuda privada (no la pública, aprovecho para repetirlo) es desorbitada, lo que quiere decir, en román paladino, que los ciudadanos se han gastado anticipadamente sus ingresos del futuro. España, en fin, tiene al 25% de su población en paro.
Axier

¿Cómo es posible, con un retrato así, que los cuatros confines del mundo estén llenos de españoles? ¿Cómo es posible que seamos la primera potencia exportadora de viajeros (nombre honorable) y de turistas (nombre desacreditado)? Desde hace años, allá donde voy, desde la Patagonia chilena hasta el Extremo Oriente, pasando por Siria, Centroeuropa o Colombia, voy encontrando una disputa reñida entre españoles e italianos en ese liderazgo turístico. A buena distancia, los franceses (aunque en algunos destinos despuntan algo más). Más lejos, casi inapreciables, los alemanes. Y ni rastro de británicos. Los estadounidenses, con sus modos, también tienen presencia. Y los rusos son un claro valor en alza.

No consigo entenderlo. Viajar es una de las actividades más placenteras, más enriquecedoras culturalmente y más caras. Es decir, todo lo que el perfil de la Marca España contradice. Ya lo ha dicho este verano el ministro Soria (otro del Gobierno de los mejores): los españoles viajan demasiado al extranjero, y no deberían, habiendo como hay cosas tan bonitas en España. ¿Para qué irse a Japón, como yo, sin haber estado nunca, por ejemplo, en Huelva?

Pero, ministros iluminados al margen, ¿hay alguna explicación razonable?

 

Publicado el 14 de septiembre de 2012 a las 18:45.

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Haikus japoneses V: La responsabilidad y el autocontrol

Archivado en: Japón, Seguridad, Responsabilidad

Los japoneses tienen también fama de responsables, honestos y entregados a la colectividad. De respetar las normas por algo parecido al Imperativo Categórico kantiano: porque así debe ser. Durante el terremoto del año pasado, no hubo ni un saqueo, ni un solo robo, cosa impensable en cualquier otro país, del primer o del tercer mundo.

Por eso sorprende la sobreabundancia de control casi policial en algunos ámbitos. Colarse en el metro o en los trenes es absolutamente imposible, por ejemplo. Hay que meter el billete por el torno al entrar y al salir. Además hay vigilantes en casi todas las salidas (que son infinitas). Y por si acaso quedaba alguna posibilidad, hay cámaras apuntando. ¿Por qué todo este despliegue para una sociedad convencida o sumisa? ¿O van sólo a la caza de turistas?

 

Publicado el 11 de septiembre de 2012 a las 23:00.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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