Archivado en: Jim McGarcía, Sonsoles Cuevas, La Coruña, Psiquiátrico, Walter Queijo
Ya estamos aquí. Me imaginaba yo, tonto de mí, emprendiendo un viaje larguísimo, con Walter conduciendo la moto cual Easy rider y yo detrás, desplegando un mapa roñoso que nos indicara el camino. Pero... la triste realidad del asunto es que ir en moto desde Benavente a La Coruña lleva poco más de cuatro horas. ¡Qué asco de mundo civilizado! Salimos de Benavente por la mañana y llegamos a Galicia para comer. Aquí, cómo no, también nos hospedaremos en un burdel en las afueras de la ciudad.
Lo de Walter no tiene nombre. A veces pienso que conoce a todo el mundo, al menos, a todo el submundo de la carretera. Empleados de gasolinera, meretrices, camareros ceñudos y camareras de peinados caducos en bares de esos que son, al mismo tiempo, tiendas de regalos, cafeterías, charcuterías y pensiones. A todos se abraza y todos le invitan. Es como ir con un futbolista lesionado: despierta una mezcla de admiración y compasión en la gente. Después de todo, parece que mi salto a la fama está garantizado a poco que pase unos meses con él.
Por cierto, ahora que me sale este símil futbolístico me viene a la cabeza que, hace no mucho tiempo, yo tenía una novia a la que le gustaba el fútbol. Creo recordar que incluso yo le gustaba. Parece ser que el tal Cristiano, al final, fichó por el Madrid. Anda que no somos curiosas las personas: uno se da cuenta de que quiere mucho a su varonil ex novia el día que se ve a sí mismo emocionado porque un futbolista guaperas empieza a hablar en español. Perra vida...
En La Coruña hace frío ya. Comparado con mi última experiencia en el microondas de Madrid, aquí estamos en el polo (en el más frío de los dos, que nunca sé cuál es). Si hay un sitio en el que la melancolía es socialmente aceptable, ese debe ser este. Paseando por la ciudad con Walter, me doy cuenta de lo limpio que está el suelo (salvo por ese asqueroso tatuaje formado por chicles negros que tienen todas las calles del mundo. Del mundo español, claro). Supongo que esto, lo del suelo limpio, tendrá que ver con lo deprimente que es mirar para el cielo, pues cuando lo hago siento que el asunto de las nubes densas es como vivir constantemente en una casa de techos bajos. Cuando se lo comento a Walter, él dice que no, que eso es porque llueve mucho. Qué rabia. Siempre que me pasan estas cosas me veo a mí mismo como el pariente tonto de la ladilla (a los suspicaces aficionados a los chistes, les diré que desde luego no me estoy refiriendo a ningún integrante de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado). Es una mierda que no te entiendan.
- Bueno Jim, ¿vamos?
Vale, hay que ir a ver a la madre de Paco. Paco, Paco, Paco, Paco, ¡Paco! Estoy hasta los huevos de Paco. El muy cabrón la palmó, pero yo sigo vivo haciendo el panoli por el mundo adelante. Ni casa, ni Cristiano, ni María, ni dinero, ni trabajo, ni Donetes ni calcetines secos. Todo eso se fue con Paco y sus pedacitos. Cuanto más lo pienso, más estúpida me parece la decisión de intentar vengarme. ¿A dónde me va a llevar toda esta mierda? ¿Puede llevarme a algún sitio peor que al que ya me ha llevado? ¿Soy el Capitán América? No, yo quería ser Clint Eastwood, pero me faltan arrugas, principios y decencia como para ser Clint. Él nunca se pondría unas mallas, y desde luego jamás iría con Walter a ninguna parte. Puede que llevara a un orangután a su lado, pero nunca a uno que pudiera haber tenido una relación romántica con Baloo, el puto oso de El libro de la selva.
- Sí Walter, vamos de una puta vez.
El psiquiátrico de turno es lo que todo fan de Bela Lugosi (bueno, casi todos) llamaría "hogar". Lugar boscoso, mar de fondo al fondo, niebla pegajosa y resbaladizo asfalto. Por lo demás, puertas automáticas de cristal, logo de empresa privada chunga serigrafiado en la puerta y mucho verde que parece azul y mucho azul que parece verde en los empleados de tan acogedor espacio. Si no estabas loco al entrar, aquí te garantizan que te vas a quedar como un cencerro. Esto es lo que se puede percibir al otro lado del cristal, mientras que aún puedes leer el logo azul de izquierda a derecha.
- Walter, me da miedo entrar.
- ¿Te acompaño?
- No, gracias tío, no es ese tipo de miedo. Empiezo a estar cansado Walter. Ni siquiera sé si esa mujer sabe quién soy. Ni siquiera tengo claro que sepa quién es Paco. Y en caso de que lo sepa, ¿sabrá que Paco está muerto? ¿Voy a tener que decírselo yo, que ya casi ni me importa?
- Tío, esto es muy complejo. ¿Sabes por qué está toda esa gente ahí dentro?
- ¿Por qué Walter?
- Porque saben demasiado.
- (Dios...). Ahora nos vemos Walter. Espera aquí un ratito.
- Suerte Jim.
- Gracias Walter.
Gotelé. En las paredes tienen gotelé. ¿A quién se le ocurre llenar la pared de un psiquiátrico de pinchitos? Espero que el pintor esté aquí metido.
- Buenos días.
- ¿Sí?
Asco de recepcionista.
- Soy Jim McGarcía. He venido a ver a Sonsoles Cuevas.
- ¡Ah! ¿Sonsoliñas?
- Sí, Sonsoliñas. Sonsoliñas Cueviñas.
- ¿No eres de aquí verdad?
- No, soy del mundo exterior.
- Así no vas a conseguir nada neniño.
- Muchas gracias señora (genial, ahora de pronto soy también un maleducado cortés. No debí empezar a presumir tan pronto de haber tocado fondo. Probablemente sólo haya llegado al Parking -2).
- Pffff.
- No... ¡oiga!, perdone... No se dé la vuelta, por favor. Lo siento mucho, es sólo que estoy muy nervioso. Discúlpeme si lo he pagado con usted (este arranque de sinceridad sería un atisbo de esperanza si no fuera porque estoy imaginándome cantidad de formularios, teléfonos y grapadoras completamente empapados en trocitos de sesos de recepcionista bien pasaditos por gotelé).
- Bueno. No puedes tener esos humos.
- Ya lo sé señora. Mil perdones.
- Como sabes, Sonsoles está interna, un par de pisos más arriba. El celador te acompañará (la señora grita más que habla. Aunque creo que lo hace de buen grado, no me cambiaría por su gato). ¡Martín! ¡MARTÍN! Acompaña al chico a ver a Sonsoliñas. Ya aviso yo a Juan de que vais para arriba.
El tal Martín es de los de verde. Esto significa ser feo, bajito, calvo y con cara de salido. Los satisfechos, altos, guapos y ricos van todos vestidos de azul. Seguro que Walter saldría con una de esas de "como el príncipe azul". Paso a una sala bastante acogedora, con un silloncito marrón, una mesita de centro y un par de sillas como de colegio privado de los 90 a los lados. Elijo la silla.
- Ahora viene Sonsoles. Espera aquí.
Y Sonsoles llega, y me da un abrazo como los que hace años que no me dan. Y se parece un huevo a Paco. Además no va vestida con bata rosa y zapatillas de criadora de gatos, sino que va incluso arreglada. No es muy mayor, puede que tenga unos cincuenta años. Es guapa, pero huele a lo mismo que el Martín verde. Huele a hospital.
- Hola Jim. ¡Qué alegría verte! Tú querías mucho a Paco, ¿verdad? (aunque con esto se soluciona lo de decirle que Paco está muerto, la verdad es que no siento ningún alivio. Quiero vomitar).
- Sí señora. Vivía conmigo. Éramos compañeros de piso. Cuidábamos bastante el uno del otro... Bueno, quiero decir que... No fue por mi culpa y...
- Vale, vale, tranquilo Jim. Yo ya sé que Paco tenía sus cosas. No te preocupes. Me acuerdo que cuando nació el médico me dijo que tenía cara de listo. Sí que era listo, ¿verdad?
- Sí señora. Paco era muy listo.
- Pero no lo suficiente, ¿no? (Hay algo violento en su tono. Habla con una tensión rara en la mandíbula. La locura, como el odio, la envidia o el amor, siempre se aprecian en este tipo de detalles. En el caso de Sonsoles Cuevas, la forma en que el sonido esquiva sus dientes apretados habla claro sobre todo ello),
- Yo... no sé.
Cuando empezó a acercarse a mí, no me pareció más que un pequeño balanceo hasta que estuvo suficientemente cerca como para que pudiera oír el rechinar de sus dientes.
- ¿Sabes quién fue?
- No. ¿Y usted?
- Yo sí... ¿Fue Paco un buen hermano Jim? ¿Fuiste tú un buen hermano para él?
Y esto es lo que obtuve de la madre de Paco. Esto y la escena más desagradable que he visto en mi vida. Peor que ver a Paco troceado, fue ver a su madre intentando trocear el aire mientras un celador intentaba evitar que le mordiera. Mientras se la llevaban entre dos hombrecillos verdes, y entre inútiles dentelladas al aire perdía toda la humanidad que había ganado al no ponerse la bata rosa, reparé en el papelito que dejó sobre la mesa de centro durante su balanceo.
La verdad es que mi padre, como siempre, salía muy contento en la foto.
Publicado el 13 de noviembre de 2009 a las 00:15.