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Blog de Jim McGarcía

Bocados de Biagra

Huyendo hacia adelante

Archivado en: Jim McGarcía, Huyendo hacia adelante, Ruso, Rusa, Policía, Rico

Ya había empezado a encariñarme con los pantalones de algodón y ositos. Era agradable, como volver a ser un niño pequeño con el culo lleno de talco. Un hombre fuerte en casa y una mujer que de puro exuberante se me hacía mucho mayor que yo. Quizás Irina está demasiado buena como para ser considerada madre de nadie, pero las mujeres voluptuosas siempre me han resultado inaccesibles como madres o abuelas. Es lo que se conoce como "demasiada mujer para uno". Para lidiar con la rusa hace falta mucho pene y poco cerebro, y desafortunadamente, yo sólo cumplo con el primer requisito.

Cuando salí de la habitación estaba muy nervioso. Los amorosos plantígrados de mi pantalón empezaron a poner caras de pánico ante la idea de que pudiera repetir el número de la incontinencia urinaria. Me fijé concretamente en uno que miraba angustiado a sus compañeros como una señora mayor que busca refugio en un día de lluvia. Avanzar por ese pasillo repleto de paredes era como ir al paredón. Las cocinas ajenas siempre tienen cierto aire siniestro, y aquella casa no auguraba nada más acogedor que un salón de poker regentado por un tahúr chino con cuchillos en lugar de uñas. O algo peor. Por fin llegamos a la cocina. El ruso delante, yo detrás. Irina preparando café. Me ve aparecer con un pantalón suyo, sin camiseta, entre crecido y desmoronado, como un enano jugando al baloncesto con un grupo de parbulitos. Ni me mira. Mi pistola en la encimera junto a un jamón serrano con aspecto de pata de cabra de Parque Jurásico. Dado lo agradable de las circunstancias, en el momento no podría haber asegurado que el hueso no fuera humano. La rusa abre la boca:

- Por fin te levantas.

Irina, la rusa, hace un café cojonudo. Como no tengo cafetera en casa y paso de tomar café de sobre... Bueno, no soy muy cafetero, pero debo admitir que si no fuera porque el tiempo, la ficción, el sexo o la cantidad de vello corporal son claros impedimentos, Irina podría ser perfectamente Juan Valdés. Estoy preocupado. Estoy agobiado. Estoy palpitante.

No ayuda a relajarme el hecho de que Irina esté tan buena. Como he dicho ya, hablar con mujeres guapas, de las que parecen estrellas del cine clásico, siempre me ha intimidado sobremanera. Les tengo una especie de respeto o veneración que no me deja articular palabra. Es muy posible que, si yo tuviera cincuenta años e Irina veinte, me siguiera pareciendo más madura, sofisticada y, en definitiva, mayor que yo. Creo que esto se conoce como complejo de inferioridad. Yo prefiero llamarlo conocimiento de inferioridad. Además, mi aspecto actual no me ayuda demasiado a resarcirme.

Sin apartar la mirada del ruso, me siento a la mesa camilla que hace las veces de mesa de comedor en la casa de Irina. Es un momento importante éste. Se nota una tensión especial en el ambiente, y el lado eslavo de la cocina parece estar disfrutando esto, como un médico sanguinario que se dispone a contar a la familia que no ha podido hacer nada por su pariente. Cada vez que Aleksandr se humedece los labios, el corazón me da un saltito. Me siento como María Patiño delante de la Pantoja: quiero saber. 

- Bueno Jim (ya empieza el ruso, redoble de tambor, And the Oscar goes to...). El gran Jim McGarcía (hizo un hincapié extraño en mi apellido, como si de algún modo me lo estuviera tirando a la cara) ¿Quieres saber, eh? Tienes, ¿cómo llamarlo?, curiosidad... Vale, vamos allá. Por si aún no lo tienes claro, si eres igual de imbécil de lo que pareces ahora mismo, te diré otra vez que yo NO maté a Paco. Yo quería a Paco.

- Lo cojo. Vi vuestras fotos de amor en su ordenador. Estabas monísimo con la piel morena.

- ¿Podéis dejar de probar la longitud de vuestra meada e ir al grano? (Vale, la rusa me está comparando con Aleksandr. Un punto para el chaval de los ositos).

- Yo no maté a Paco pero me encargaron que lo hiciera. Así fue como nos conocimos. Un tipo de las afueras me lo ordenó. No tu jefe, tranquilo, hablo de otras "afueras", de esas en las que se aparenta menos y se enseña más. Un tío con dinero de verdad me dio una foto de Paco, 4.000 euros en billetes de 500 y una dirección. Hace unos cuatro meses de esto. Matar gente no es mi principal actividad, prefiero trabajar como guardaespaldas o portero de discoteca. Es mucho más sencillo y mancha menos. Acepté el trabajo porque me pareció una buena oferta que quizás fuera a conseguirme más trabajos. La gente con dinero suele confiar siempre en los mismos tipos para solucionar sus problemas, y además son una fuente inagotable de mierda que tapar. Es la contrapartida al dinero. Es el precio que hay que pagar. "Es un mierdecilla" me dijo. "Quiso saber cosas que no debería saber, pero no tiene ni fuerza ni medios como para hacerte pasar apuros". Hecho, le dije. Trabajo fácil.

- Eres un cabrón. ¿Es que no tienes corazón? ¿Cómo puedes ir por ahí con tu cara de ruso matando gente que no te ha hecho nada? Toda esta mierda me está sobrepasando...

- Para empezar, ya te he dicho que no lo hice yo. Además, la gente que he matado paga por aquellos que no mato y que sí me hacen algo. No es asunto tuyo lo que hago para vivir, ¿vale? Sólo te lo cuento porque es importante que lo sepas. Es importante que conozcas hasta dónde sé yo. Bien, ¿por dónde iba?

- Rechazaste el trabajo.

- No lo rechacé, ¿quieres prestar atención? Lo acepté. Busqué a Paco, llegué hasta él. Trabajaba en un bar gay de camarero y charlé un rato con él. Es mejor ganarse la confianza de los tipos que vas a ejecutar. Nadie va contigo en coche a un arrabal si no es porque confía en ti. Paco y yo nos tomamos unas copas en la barra. Me dijo que le gustaba, que le parecía encantador que un gay tuviera aire de matón. Me decía: "perro ladrador...". 

- ... poco mordedor. 

- Ya lo sé estúpido. Esto no es un concurso de la tele. Si aprecias en algo tu salud, deja de interrumpirme. El caso es que ese día nos acostamos. No suelo intimar hasta ese nivel con alguien que estoy a punto de cargarme, pero Paco me pareció tan indefenso que no pude evitarlo. Los tipos que me he cargado suelen ser escoria, indeseables que no esperan nada de la vida más que drogas, putas y dinero. Ya están muertos antes de que yo les mate, es sólo una cuestión de saber quién será el que va a apretar el gatillo. Paco era simpático, agradable conmigo. No me tenía miedo (aquí me imaginé al ruso vestido de Bestia en el cuento de Disney. Todas las grandes verdades de la vida están en esas pelis, sólo hay que extrapolar el mundo de la mafia al de los candelabros que hablan. De todos modos, no me pareció el momento para hacer alarde de mi ingenio). A la mañana siguiente, ya sabía que no sería yo el que iba a matar a Paco. A los pocos días de relación, me había enamorado de él. Paco tenía que saber que le buscaban para matarle. Tenía que dejar que le protegiera, estar todo el día con él, así que decidí contarle el motivo por el que nos habíamos conocido. Como es natural, la reacción de Paco no fue precisamente cordial. Me rompió una botella de vino en la cabeza y me amenazó con clavarme el casco roto en la cara. Tu amigo tenía más carácter del que parece. Le conté los detalles del encargo, y después le pedí que me siguiera con su versión.

Paco conocía al hombre que le quería matar. Le vendía Biagra a domicilio. Supongo que te preguntarás cómo llegó a hacer ese trabajo para gente tan peligrosa.

- La verdad es que no. Los hijos de puta no están exentos de sufrir disfunción eréctil. Quizás por eso mismo son tan malnacidos.

- Ya, claro. Paco me dijo que siempre haces chistes. No entiendo cómo le hacías tanta gracia (insertar aquí mi cara con gesto de orgullo). Paco me contó que sabía cosas sobre el tipo de las afueras, "cosas jodidas de verdad" en sus propias palabras. Nunca me contó qué es lo que sabía. En su optimismo irremediable quiso llamar a la policía. No se lo permití. La policía no siempre es fiable cuando alguien con dinero está implicado, y pensé que si dejaba que la policía llegara a él, no duraría mucho en la cárcel. Allí hay zombis que matan por un cartón de tabaco y un poco de cocaína. Están devaluando el mercado. El tiempo me demostró que no me equivocaba, ya viste el numerito que montó aquel madero en tu casa. Jamás te fíes de un policía uniformado.

Me convertí en el guardaespaldas de Paco. A veces ponía la canción de Whitney Houston sólo para reírse de mí. El día que quedó contigo para decirte que era gay, fue el último que lo vi con vida. Llegó aquí muy enfadado. Su intención era contarte lo que le sucedía, decirte que estaba conmigo y aconsejarte que no hablaras a nadie de él. No quería meterte en el ajo, pero tampoco podía mantenerte al margen. Como le pasaba conmigo, que jamás me contó lo que sabía del rico, tenía una gran facilidad para establecer relaciones a medias. Dosis de verdad limitadas con cuentagotas.

Como te decía, Paco estaba furioso contigo, pensaba que no eras tan buen amigo como él necesitaba. Comenzó a dudar también de mí, la presión le podía. Tanto esconderse, salir sólo por las noches, mirar en cada esquina a los cuatro puntos cardinales, le estaba devorando. Volvió a pensar en su madre.

- ¿La del psiquiátrico?

- Vaya, no sabía que Paco tuviera varias. Claro que la del psiquiátrico. Me contó una vez que no estaba tan mal, que tenía problemas mentales, días muy malos, pero que tenía momentos de lucidez que él no quería perderse. Solía visitarla de vez en cuando, cuando las enfermeras le aseguraban que estaba en una buena fase. Le pedí que me dejara ir con él, le avisé de que no era seguro. Le dio igual. Me dio un beso y me dijo que volvería pronto. Como sabes, nunca regresó.

De pronto, Irina le interrumpió con una perorata en ruso. Ya ni recordaba que ella también estaba en la cocina. Parecía que estuviera reprochándole algo, señalándome y empujándole. Aleksandr le contestó con otro "nosequecoñich" antes de continuar hablando:

- Perdona a Irina. Es mi hermana pero no tiene muy buenos modales. Se preocupa por mí y ambos creemos que tú sabes más de lo que parece. Cree que debemos sacarte la información por las buenas o por las malas. Piensa que estás con la policía. Te ha visto en la comisaría. ¿Para quién trabajas McGarcía?

- Oye, yo no... (Irina coge el cuchillo jamonero).

En ese momento, cuando la amenaza se acerca sin remisión, sólo hay dos opciones: o actuar rápido o confiar en que tengan vecinos honrados y paredes finas. Afortunadamente, opté por lo primero. Cogí las tazas que había sobre la mesa, lancé una a cada uno, y en la confusión me las arreglé para recuperar mi pistola con un movimiento ágil. Los pantalones de algodón son el puto mejor invento de la historia. Los atletas deberían competir con pantalones de pijama.

- ¡Vaya Jim!, eres una caja de sorpresas. En el caso de que salgas de aquí, ya sabes que te voy a buscar, ¿verdad?

- Verdad. Por eso a lo mejor eres tú el que no sale de aquí. No sé nada, de hecho, tú sabes sobre Paco mucho más que yo. Es importante que sepas que la policía ya tiene lo que quería de mi. Mi jefe, el tío de la parte chunga de las afueras, es lo único que querían de mi. Lo que yo vendía era igual de ilegal que lo de Paco, y eso es todo, fin de mi historia con la madera (me encanta utilizar sinónimos de policía al estilo cheli. Me hace sentir importante). Ahora me voy a ir. Ya sé lo suficiente de toda esta mierda como para apartarme para siempre. Soy un tío normal, al menos en términos de valor y ganas de vivir, paso de mezclarme con escoria como vosotros.

- No te creo.

- Muy bien, pero eso no cambia las cosas. Tú (apuntando a la teta izquierda de Irina), ábreme la puerta despacito. Y tú, Aleksandr, amante bandido, quédate sentadito en donde estás. Me voy.

Irina abrió la puerta como le ordené, y una brisita liberadora entró de la calle para arrojar algo de coherencia en todo este asunto. Antes de empezar a correr perdiendo el culo por la calle, el ruso, sin moverse de la silla junto a la mesa camilla, me pegó la siguiente patada en los cojones:

- Por cierto Jim, por si te interesa, el tipo que me mandó matar a Paco se llama McGarcía. No es un apellido muy común, ¿no?

Publicado el 29 de junio de 2009 a las 02:30.

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De polizón en un piano a la deriva

Archivado en: Jim McGarcía, Piano bar, Ruso, Rusa, Policía

Las cosas se están precipitando últimamente. El agente Mourenza, todo chulería y bofetaditas hace un par de semanas, es ahora uno de mis mejores amigos. El "alijo" de Biagra le ha venido estupendamente para quedar bien delante de sus jefes, y a mí me ha traído la absolución total. Si de algo tengo que responder, será de traición, pero eso tocará cuando estire la pata, y no creo que San Pedro sea un juez mucho más estricto que Mourenza y sus acólitos. Lo único que exigí a cambio de la delación fue que privaran a Marc del acceso al teléfono. Una cosa es que yo sea un cabrón y otra muy distinta es que me guste que me llamen para recordármelo. Según parece, el propio Mourenza se encargará de explicar a Marc cómo me cogieron con las manos en la masa mientras abría las cajas en el polígono industrial. Dudo mucho que Marc tenga tiempo para explicar que, en realidad, en el almacén había veinte cajas más de las que encontró la policía.

Una vez solucionados mis problemas con la justicia, es el momento de comenzar a hacer justicia, pero en otro sentido. Ahora me toca a mí extender la democracia por los intestinos de los que me dejaron nadando en mierda. No tengo ninguna gran pista como para resolver el asunto rápidamente. Lo que sí tengo es una pistola cargada que me favorece muchísimo frente al espejo, una lista de los clientes prohibidos de Paco y una entrada para un piano bar. A todas luces, un planazo para ayudarme a digerir tanta felicidad repentina.

De camino al lugar del concierto, pienso que en un fin de semana a partir de la medianoche, nadie camina solo por el centro de Madrid, y si alguien lo hace, desde luego pasa desapercibido. La marabunta ruge con entusiasmo y no hay lugar para soledades. Es una sensación agradable la de caminar con una pistola en el bolsillo. De entre la gente que pasea sola, invisible, yo soy el único en el que te fijarías. Todos los que se cruzan conmigo parecen tener la misma sensación de estremecimiento en los pelillos de la nuca. Me gustaría llamarlo confianza, serenidad, pero en realidad es autoafirmación asesina. Puede que las personas, como los animales, huelan el peligro o el miedo. También puede ser que haya acertado con la elección de la camisa.

No hay mayores soledades que las que se ven juntas, como para comparar, y es justo en ese momento cuando el piano empieza a sonar en el Tartán 2. Conocía este sitio desde hace unos años, cuando Paco me trajo aquí por primera vez para enseñarme lo que él llamaba "la máquina del tiempo". Ahora Paco ya no está, y para empezar a obtener respuestas no me queda más remedio que utilizar la entrada para el concierto que me dejó como legado. Por muy mierda de legado que sea éste, no puedo evitar un impulso de violencia cuando el portero rompe la entrada en mis narices. "¿Vas a pasar o qué?" me pregunta atusándose el pinganillo en la oreja. Realmente, hay un motivo para que hasta ahora nunca haya tenido pistola o dinero. Tengo impulsos sociópatas demasiado claros como para que la justicia cósmica me recompesara con semejante poder. En cualquier caso, me parece excesivo perforarle el entrecejo al fulano por ser un poco impaciente. Tranquilo Clint, ya habrá tiempo. Tranquilo Jim, se te está yendo la cabeza. Si en lugar de pistola llevaras un tanque, hasta el aire te parecería indigno de tu grandeza. Ya sabéis lo que dicen, cuando uno habla todo el rato consigo mismo como si fuera otra persona, es mejor que lo encierren en un psiquiátrico. Vale, vamos allá.

La entrada al Tartán 2 se ve presidida por una explosión de sonido enmoquetado. Aunque los dorados de la barra, los pomos, los pasamanos y las mesas relucen sin pudor, hay en el ambiente una concentración de humo y polvo que embota la vista y anuncia sorpresas. Moños platino sobre pieles cuarteadas. Camisas de manga corta y canas mezcladas con caspa sobre los hombros de los apuestos pretendientes. Un bar de viejos que conservan la esperanza o que la perdieron hace tiempo. Cualquiera de más de cincuenta que aún maneje ese concepto, tiene que pasarse por aquí en algún momento. Un barco a la deriva, sin más velamen que el del sexo adulto, sin otro capitán que los escotes recompuestos con maquillaje, trabajo y pañuelos de papel. Qué mejor sitio que este para vender Biagra. Paco se lo montaba de cojones.

Poco a poco, entre la maleza, comienzo a distinguir caras más jóvenes. Todas demasiado sonrientes como para pertenecer a clientes habituales. Vienen a reírse del espectáculo. Ninguno está solo, y tienen cara de no haber echado un euro a una tragaperras en su puñetera vida. La verdad es que la situación tiene cierta gracia, como un anuncio de la vuelta al cole protagonizado por piernas varicosas. Ya, a mí tampoco me hace gracia.

Después de pedir un Martini al camarero (nunca había pedido algo así en un bar, pero es que aquí te lo ponen con aceituna y me parece que acompaña perfectamente al retrato de sofisticación que quiero proyectar), me acerco a la zona del piano, ligeramente apartada de la zona de alterne. Camino sabiendo que algo malo va a pasar hoy. Con las primeras notas que percibo con claridad, mientras el humo se disipa para revelar una especie de cabaret sobre un piano, los nombres de Paco o de María empiezan a perder su importancia. La noche promete.

Sobre el piano, una mujer de unos treinta y cinco años desgasta su voz ante las miradas babeantes de los jóvenes cuarentones que aún se ven con oportunidades. En ocasiones, la vida se parece demasiado al cine como para permanecer indiferente frente a los acontecimientos, y esta es una de esas veces. No se puede apartar la vista de una mujer guapa que canta sobre un piano. Cómo somos los tíos, con una voz susurrante y un vestido rojo, somos incluso capaces de dejar de mirar para la tele. De olvidar que la tele existe. De enamorarnos sin cruzar media palabra. Como digo, en ocasiones la vida se parece demasiado al cine.

Hasta que veo a Aleksandr, no me doy cuenta de que está cantando en ruso. Lo peor es que, aunque veo al ruso gay a unos pocos metros, prefiero quedarme escuchando a la cantante intentando averiguar lo que significan las palabras que pronuncia como si no fueran rusas. Como si Stalin mandara a la gente a Siberia cantando bossa nova. Embobado como estoy, no me extraña que sea el ruso quien se haya acercado a mí, me haya doblado un brazo como si fuera un muñeco articulado, y me haya empujado al baño. Otra vez la violación planea sobre mi cabeza. Al menos, en esta ocasión hay una voz agradable de fondo que me permitirá evadirme con mayor facilidad.

- Hola Jim.

- Hola ruso. ¿Vas a matarme?

- Me lo voy a pensar. ¿Estás solo o vienes con tu amigo el policía?

- Oye, suéltame el brazo, por favor, me duele mucho y cuando algo me duele no puedo pensar con claridad. Estoy solo. Más solo que tú.

- Yo estoy solo - me dice al soltarme el brazo.

- Ya, bueno. Ya te dije que si me haces daño no puedo pensar con claridad. ¿Quién es la chica?

- ¿Cómo puede ser eso lo primero que me preguntas? Los heterosexuales sois una panda de maricones. 

- Vale, asumo la crítica. ¿Cómo estás? - No me fío nada de este cabrón. Es posible que sea él quien mató a Paco. No sé nada acerca de la reacción de celos que puede tener un fulano cuyos bíceps son como pollos asados.

- No muy bien. Llevo algunas semanas saliendo sólo de noche. Tus amigos los policías me tienen bastante acojonado. Yo no maté a Paco, Jim. Tú lo sabes, ¿verdad? Yo quería a Paco. Lo echo muchísimo de menos. No te creas nada de lo que te digan esos mierdas de los policías.

- Por la poli no te preocupes. Ya tienen diversión durante un tiempo. Lo he arreglado todo.

- ¿Te refieres a la chapuza con el proveedor? ¿Lo de tu jefe? Si crees que esa tontería de la Biagra es lo que persigue la pasma estás muy equivocado (bueno, va siendo hora de que asuma que con o sin teléfono, Marc sabe de sobra que el que le ha jodido he sido yo).

- ¿Ah no lisillo? ¿Y entonces qué busca la policía?

En ese momento, la rusa del vestido rojo entra en el baño de tíos. Sin mediar palabra me agarra de la nuca y me besa de una forma que no había probado antes. Uno cree que lo sabe todo y de pronto ¡pam!, la vida te vuelve a sorprender. ¡Joder! Si no fuera porque seguro que se enfadaba, me encantaría que María me viera en este momento. Soy un fenómeno del sexo, sólo necesito una motivación apropiada. Me tiemblan las piernas. Demasiado. Pero estoy tan bien...

Estoy tan bien que no me doy cuenta de que el regustillo ácido de la lengua de la rusa contiene algo más que deseo y alcohol. Claro que eso se hace notorio cuando me desplomo semiinconsciente en el suelo. Con lo bien que me veía yo con la pistola, y ahora resulta que me van a sacar del bar sobre el hombro de un ruso, como un bebé eslavo recién llegado del infierno.

Necesito ayuda.

 

Publicado el 12 de junio de 2009 a las 20:30.

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La situación con Gladys

Archivado en: Jim McGarcía, Gladys, Biagra, Policía

Marc vive en uno de esos adosados de las afueras de Madrid, en una urbanización de colorines de las que tienen proyecto de metro y jardines pequeños como alfombrillas del baño. A la gente que vive aquí deben de instalarle la sonrisa los propios mozos de la mudanza. Vivo en el campo, piensan atrapados en su utilitario durante kilómetros de atascos. Sonríen para no tener que pensar. Tras esta breve pausa de pensamientos  libertarios, reparo en que María me mira con expresión de "¿te vas a bajar del coche o qué?". Es cierto, ya hemos llegado: Chez Marc (no es que sea gilipollas, es que él le llama así). Nadie por aquí, nadie por allá.

- Espérame en la entrada de la urbanización, no sé si esto puede ser peligroso.

- ¿Cómo que peligroso? - me pregunta María en su línea de personaje plano. -¿Es que no venimos a visitar a un amigo tuyo? Mira Jim, tengo un límite, y tú ya estás tan lejos de él que aún no te puedes creer que siga aguantándote.

- Hazme caso, por favor. Marc tiene un perro enorme y creo que no hay nadie en casa. Cojo una cosa y salgo, pero tú espérame en la...

- En la entrada de la urbanización, sí, ya te había oído. Bueno, pues te espero fuera leyendo el Marca (eso María, tú regodéate en tus miserias). Date prisa o me voy sola y te quedas aquí.

En un gesto absurdo, levanto la cabeza antes de acercarme para llamar a la puerta. Un adosado no es Notre Dame, pero en este momento me siento igual de sobrecogido. La madreselva que actúa a modo de seto en la verja que rodea el metro cuadrado de jardín, me recuerda a algo malo pero no sabría decir a qué. Venga Jim, échale huevos, échale huevos, échale...

Meeeeeeeeeeec

Vale, se los he echado. Ya está, he pulsado el timbre.

- ¿Sí?

- ¿Gladys?

- ¿Sí?

- Hola Gladys, soy Jim, trabajo con Marc. Me ha pedido que venga a buscar una cosa para él.

- Hola Jim, pasa.

La puerta del jardín se abre y la de la casa también, pero no veo a nadie en la puerta. Odio esos gestos de descortesía. ¿Qué coño le costará recibirme en la puerta? Entro a la casa, cuya decoración prefiero no mentar aquí para no herir sensibilidades, y la voz de Gladys me recibe con un gritito de...

- En el saloooón.

El salón. Menuda puñetera mierda. La palabra salón se inventó para dar una sensación acogedora, no para llenarlo de muebles negros sin cojines, ponerle un suelo de mármol blanco y colocar una televisión de plasma rodeada por cuatro budas. Contrólate Jim. Dijiste que no ibas a hablar de la decoración. Puede, pero no dijiste nada de la decoración de Gladys: celulítico pantalón rosa de chándal, camiseta también rosa con muñeca cabezona al estilo manga y los pies sobre la mesa con unas más que consecuentes uñas pintadas de rojo pasión. Al contrario que los niños de los anuncios, yo sí sé que Gladys es negra. Como para no saberlo.

- Así que tú eres Jim McGarcía (me ahorraré el escribirlo con acento cubano. Tiene acento y punto).

- Sí, soy yo. Toda una leyenda. Voy a subir al despacho de Marc, ¿te importa?

- No, sírvete. Me dijo que vendrías. (Ni me mira. Está viendo uno de esos programas que ponen en la tele por las tardes en los que entrevistan a la gente más vulgar que encuentran. Normal que no quiera acompañarme).

Subo por las escaleras hasta el despacho. Ojalá pudiera ir con los ojos cerrados; esta casa está llena de cosas doradas. Ahí está: la mesa infame, el cajón con la llave dentro, un paquete de Fortuna, una pistola y... ¡Joder! ¡Una pistola! Por supuesto, cojo las tres cosas. Es cierto que uno se siente más importante con un arma en la mano. Debe de ser algo así como los delirios de grandeza, pero mejor.

- ¿Te dijo Marc que le llevaras la pistola a la cárcel?

¡Uf,! qué susto. Es Gladys. Si los gatillos estuvieran tan flojos como en las películas, ahora mismo los pantalones de la encantadora Gladys estarían del mismo color que sus uñas.

- No, la pistola es para guardarla en mi casa. Una cuestión de seguridad.

- Oye Jim (Gladys ronronea como un gato). ¿Crees que Marc saldrá bien de esta? Soy muy joven (ya te molaría), y no quiero quedarme sola tan pronto. Además, hay por ahí un montón de chicos guapos como tú (¿perdona?). No creo que pueda soportarlo.

- Seguro que Marc vuelve pronto- le digo sin mucha convicción. Sin duda se merecen el uno al otro: el preso y la golfa. Es casi folclore. Dentro de no mucho tiempo, en las casas españolas empezarán a poner muñecas con chándal rosa encima de la tele.

- No sé, no estoy segura. Además esos dos tíos no dejan de molestarme. Marc es muy celoso, y estoy en esta casa como en una cárcel. Es él quien está preso, no yo.

- Ya, vale. ¿Y esos tíos dónde están ahora?

- Les he mandado a comprar compresas (todo se hace cada vez más apetecible). Tenemos toda la casa para nosotros.

No, no me toques con el dedo en el brazo. No te acerques a mí. Deja de lamerme la oreja. (Debería probar a decir esto en voz alta, para variar).

- Déjame tía. No me gustas. Quiero decir que tengo novia y eso.

- ¿Cómo? ¿No te apetece follar un poquito?

- No, ni siquiera la puntita. Nada. Siento decírtelo, pero no estás buena.

- ¡AAAAAAAHHHH!- grita la cubana agarrándome del pelo y arañándome la cara. Será hija de puta...

- ¡Suéltame zorrón!

- ¡ÑÑÑÑÑÑAAAAAAAA!

- ¡Que me sueltes joder!

¡BAM! ¡CRASH!

Me cago en... ¿Acabo de pegarle un tiro a Gladys? No, es sólo el cristal de la habitación. ¿Y entonces por qué coño está tirada en el suelo con una teta fuera? Al agacharme sobre ella compruebo que aún respira y que no sangra, al menos en las partes visibles, que son muchas. Debe de haberse desmayado con el susto. Pobrecilla, después de todo, sólo quería un poco de compañía. No puedo culparle por querer acostarse conmigo. Es humana.

Un momento, acaba de llegar un coche.

¡SOCORROOOOOOOOO! Mierda, Gladys se ha repuesto. Tengo que irme de aquí antes de que la patrulla pro-castidad y anti-menstruación me descubra de esta guisa. Mientras le meto a Gladys el paquete de Fortuna en la boca para que deje de gritar, me doy cuenta de que los tipos ya han entrado en la casa. A ver..., detrás de las cortinas no es una opción. No hay cortinas, ni muebles, ni nada. Pues por la ventana Jim. Aprovechando que el cristal está roto por el disparo, pongo en práctica mi plan de fuga por la ventana de la casa de Marc. Insisto, todo el mundo debe tener en todo momento un buen plan de fuga. Salto por la ventana hasta la buganvilla del jardincito. Me tiro abajo y me rompo el culo contra el suelo. Ahí vuelven esos cabrones. Podríamos llegar a un acuerdo, sólo obedezco órdenes de Marc. No he hecho nada que no pueda explicar.

- ¡Matad a ese cabrón! ¡Lo quiero muerto!

Coño Gladys, qué decepción. Con lo que tú y yo hemos sido... Basta Jim, levántate. Pies para qué os quiero. ¡A correr! Sólo espero que María no se haya ido ya. No, ya la veo. ¡Pon el coche en marcha! ¡Nos vamos! Bien, María arranca. ¡Abre la puta ventanilla!

¡BAM!

Por lo poco que puedo ver de la cara de María desde aquí, sé que eso ha sido un disparo. Si al menos pudiera dejar de pensar en no pisar las rayas del suelo... Desde que vi En busca del Arca Perdida, siempre he querido escapar corriendo de los indios. Espero que María no haya dejado una serpiente a los pies del copiloto.

¡Ya!, un saltito, la cabeza contra el Marca que está encima del asiento, y las ruedas crujiendo con mis piernas por fuera del coche.

 

- ¿Me quieres explicar por qué cojones esos dos y la negra te perseguían tirando piedras?

 

- ¿Piedras? Joder, menos mal, pensé que eran disparos- le digo acomodándome dentro del coche y ya lejos del peligro.

 

- ¿Disparos? ¿Cómo que disparos?

 

- Nada, ya sabes que me flipo (la pistola de Marc aún está caliente en el bolsillo de mi chaqueta, pero eso ella no lo sabe). - Bueno qué, ¿viene o no viene Kaká? -

 

...

 

 Después de un par de explicaciones de la situación un tanto aligeradas, me encuentro en el polígono industrial entre el coche de María y una verja. Meto la llave en la cerradura como quien ve a los reyes magos y... ahí lo tenemos. Suficiente Biagra como para enchironar a Marc hasta que aprenda a hacer guitarras artesanales de doce cuerdas y le suelten por buen comportamiento.

- Anda María, ayúdame a cargar el coche con todas las cajas que la seguridad vial nos permita, yo tengo que hacer una llamada.

- No soy tu mozo de carga. (Evito establecer comparaciones de las que me pueda arrepentir y me limito a susurrarle al oído mi mejor "por favor ").

- ¿Oiga? ¿Policía? Páseme con el agente Mourenza. Creo que lo que le voy a contar le interesará bastante.

Publicado el 5 de junio de 2009 a las 11:15.

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Jim McGarcía

Jim McGarcía

Me llamo Jim McGarcía. No es un nombre fácil. Intuyo que no ha sido una infancia fácil. Lo cierto es que aún no sé cómo ha sido mi niñez pero ¿quién con un nombre así puede haber tenido una infancia fácil?

Sé que vendo Biagra por Internet. Sé que soy raro porque los demás no son como yo. Y aunque no lo sé, tengo el presentimiento de que la voy a cagar.

Me verás por aquí los viernes.

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