Mi amigo es un proxeneta de dibujos animados
Archivado en: Jim McGarcía, Walter Queijo, Burdel, Disney
Qué bueno es estar sano. Cuando la fiebre remite y recuperas el sentido del gusto frente a un plato de comida caliente, es inevitable que una risa floja te haga cosquillas en la garganta. Por la ligereza que me embarga, lo definiría como una sensación parecida a la de despertarse un día con diez kilos menos. Yo he perdido ocho durante la convalecencia, pero no es sólo una cuestión de peso. Sólo digo que es parecido.
La vida en un burdel no se diferencia demasiado de lo que debe ser la vida en la casa de una folclórica famosa. Hay baños por todas partes y una sensación de sordidez en el ambiente que lo impregna todo: el desayuno, el telediario y los vasos de agua están bañados de una especie de luz amarillenta. La piel de Homer Simpson tiene mejor aspecto que la leche en que nadan mis crispis. A veces pienso que lo mejor sería meterlos en Whisky directamente. En este burdel todos somos, como mínimo, enfermos renales.
El único al que esto parece no afectarle es Walter. Puede que sea porque es tan grande (grande como un luchador de sumo a régimen, no como el ruso) y fuerte que es como si siempre estuviera a contraluz. Walter hace que las habitaciones sean aún más pequeñas, y que las mujeres se aparezcan sólo como seres diminutos a los que proteger.
La parte mala del asunto (lo de las mujeres que se protegen) es que Walter se dedica precisamente a eso, a pegar palizas a los tipos que sólo saben follar jodiendo a los demás, y a esos otros que no saben aceptar que una puta les diga "contigo no". Walter cobra a las prostitutas por estos servicios, y debo decir que en el tiempo que he pasado consciente en este antro, Walter es todo un profesional.
Estos días hemos compartido unas cuantas historias personales que nos han acercado mucho. Incluso detrás de los tipos como Walter hay una infancia, una madre, un amor y un pijama de algodón. En su caso, todo esto se fue a la mierda tras divorciarse de lo que él presenta como una arpía, una bruja de las de verruga en la nariz. Según su versión, en la que confío plenamente a falta de más detalles, hubo un momento en el que su vida era perfecta: coche de empresa, corbatas de colores, piso en las afueras, mujer guapa y niña con el pijama de marras (no confundir con la novela La niña del pijama de marras, todo un símbolo de la lucha contra la intolerancia). En pocas palabras, tenía todo lo que necesitaba. Esto fue así hasta que llegó a sus vidas un fulano de abdominales rocosos, raya a un lado y plaza de garaje en la -1 (la suya estaba en la -2. Cosa de jerarquías al parecer), además de chalet en las afueras en lugar de piso. Claro que esto es simplificarlo todo un poco, pero la conclusión dio con Walter fuera de su casa para no violentar al núcleo familiar, y dentro de burdeles y bares en los que su afición por ver el culo de las botellas le privó también del coche de empresa y de las corbatas amarillas. Con lo que sacó de la indemnización se dedicó a viajar por el mundo subido en la moto que siempre había querido tener. Se dejó crecer la barba, afrontó los pagos ocasionados por el divorcio y se agenció colaboraciones con unas cuantas amigas de la época de su bajada a los infiernos con las que poder pagar la pensión de alimentos de su hija. En principio, nada que no pase todos los días a cuarentones de todo el mundo (se trata de elegir entre el deportivo y la amante o esto), pero sólo en principio. Walter no es una persona normal. Ni siquiera es un chalado normal. Estamos hablando de un fulano que no cree en los hospitales, que cuando ve el telediario resopla constantemente como pensando que todo lo que emiten es mentira, que alguien mueve unos hilos que los demás ni vemos. Walter es lo que en los ambientes gafapastiles se conoce como "un conspiranoico". El tipo ve escrito en un papel 2+2= x y vuelve a resoplar. "Sospecho de cualquier cosa que lleve una cruz. No te creas nada Jim" me diría. Sólo es capaz de tomar como absolutas ciertas verdades. En el concepto que voy a introducir a continuación se recogen todas ellas: Walter es el profeta de lo que él llama "el código ético de Walt Disney".
Desde que la vid a le jodió vivo, llegó a la conclusión de que el mundo estaba podrido. Incomprensiblemente, y aunque todos hemos leído Caperucita roja o hemos llorado con Bambi, por las circunstancias que sean (en sus delirios conspiracionales, Walter lo atribuye a un complot de la educación capitalista para fomentar la competitividad entre los ciudadanos), tarde o temprano acabamos comportándonos como el lobo y el cazador respectivamente. Walter ya no. Después de probar las mieles del éxito y del fracaso convencionales, tras vaciar su vida y su cabeza de cualquier cosa que lo relacionara con el mundo real, Walter llegó a la conclusión de que jamás había sido tan feliz como cuando veía las películas de Disney con su hija, antes de que el juez le cargara con una orden de alejamiento por petición de su mujer. "Siempre sabes qué está bien y qué está mal, no hay complicaciones. En el código ético de Walt Disney no hay lobos con piel de cordero. Las cejas dibujadas en diagonal que les colocan a los hijos de puta eliminan cualquier posibilidad de duda. Lo que está bien está bien y lo que está mal acaba perdiendo en la película". Así se pronuncia mi nuevo amigo, y no puedo evitar sentir una atracción poderosa hacia él. En el mundo en el que me muevo actualmente, cuando todo lo que tenía se ha pringado de mierda, cualquier referente moral, por muy absurdo y disparatado que sea, es algo a tener en cuenta. Es lo que más aprecio de él, pero de un modo plenamente comprensible, es también lo que más me acojona.
- Venga Jim, tenemos que irnos. La madre de tu colega no va a durar para siempre y ya llevas viendo culos gratis más de dos semanas.
- Ya voy Walter. ¿Está la moto cargada con mis cosas?
- Tus cosas se quedan aquí. Cógete una muda y nos vamos. Hay que quemar la carretera, chaval.
- Genial Walter. Por cierto, me gustaría preguntarte una cosa. Espero que no te ofendas.
- No te disculpes antes de decirlo, pero como la cagues será mejor que lo hagas después.
- ¿Cómo encajas el ser un proxeneta, o lo que coño seas, con el código ético de Disney?
- Dejémoslo claro chaval. Tú vas a venir conmigo, ¿no?
- Sí, pero...
- Confías en mí, ¿no?
- Claro Walter, lo que pasa es que...
- Lo que hago es cobrar por ayudar a las chicas. Y además, en el caso de que fuera un proxeneta, no habría ningún tipo de confrontación moral con mis planteamientos, siempre y cuando no cobre un sobreprecio ni amenace a nadie por conseguir el dinero. ¿Has visto La Sirenita?
- Sí.
- ¿Y a qué coño crees que se dedicaba su padre?
Así es Walter Queijo, mi nuevo amigo. Lo mejor de éste es que es indescuartizable. Ya no sé ni cómo coño empezó esto. Que el conejo Tambor nos coja confesados.
Publicado el 25 de septiembre de 2009 a las 00:30.