Javier Iriondo, cortador de caña
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Mil anécdotas de la otra emigración, la nuestra, la de hace sólo cincuenta años: aquel baserritarra que embarcó en Barcelona rumbo a Estados Unidos, y que cuando el barco llegó a Nápoles para recoger a emigrantes italianos, escuchó una lengua extraña, pensó que aquello debía de ser Nueva York y se bajó; o aquel emigrante que después de muchos años volvió de Australia a casa para ver por última vez a sus padres, pero, avergonzado porque no regresaba enriquecido como todos esperaban, se bajó del tren un poco antes de llegar al pueblo, dio media vuelta y se volvió a las antípodas; o el susto de Mari Jose, hija de emigrantes, nacida y criada en la zona tropical de Australia, que de niña viajó a Asturias para conocer a sus abuelos y que, cuando un día amaneció nevando, corrió gritando que el pueblo estaba cubierto de azúcar.
Estas historias y muchas otras nos las contó Javier Iriondo, un guipuzcoano que lleva 50 años en Australia. Pasamos dos días en su casa, en Glengarry (estado de Victoria), escuchando hipnotizados sus relatos alrededor de la mesa. También recuerdo que nos informó de un Alavés, 0; Real Sociedad, 1, creo que con Periko Alonso de entrenador.
El blog como maritate: "A la vuelta del viaje empezamos a montar una narración, un relato principal al que le vamos quitando unas piezas y añadiendo otras, y que al final se consolida en forma de reportajes, libros o charlas. Con el tiempo, esa narración se ensambla del todo y apenas recordamos ninguna otra cosa: creemos que el viaje fue lo mismo que el relato.
Por eso resulta fascinante -y un poco inquietante- volver a los cuadernos de notas unos años después. Porque se descubre algo tan obvio y tan rápido de olvidar como que el relato es un mecano. Y también encontramos algunas piezas bastante curiosas que se quedaron fuera".
Como conté hace unos días, se cumplen diez años del inicio de la expedición Pangea, aquel viaje que nos llevó por por las depresiones más profundas de cada continente. Escarbando en carpetas viejas, he encontrado algunas historias que quedaron fuera de los reportajes, los libros y las proyecciones, y que se iban borrando ya de la memoria. Por ejemplo, los siguientes retazos de la historia de Javier Iriondo:
Muchos vecinos emigraban, el pueblo se vaciaba, así que el cura de Legorreta (Guipúzcoa) dedicó varios sermones dominicales a pintar Australia como una sucursal del infierno: "Allí trabajan en la jungla, semidesnudos como monos, acechados por bestias salvajes y bichos venenosos, no saben ni en qué día viven".
"Todo lo que contaba el cura me animaba más a irme", cuenta Javier Iriondo, natural del caserío Domingotegi, en el barrio Koate de Legorreta, donde vivía con sus padres y trece hermanos y hermanas.
En 1958, su hermano Dionisio viajó en barco durante 30 días para llegar a Australia. En 1960, Javier tenía 19 años y una carta de su hermano, en la que le mandaba dinero desde las antípodas para que se pagara el avión (Javier fue de los primeros emigrantes que llegó a Australia en avión).
Antes de que Javier se marchara, el cura se acercó a su padre mientras trabajaba en la huerta. "Dicen que se te va otro hijo a Australia". "Sí, aquél, Javier". "¿Ya sabes que allí hay serpientes que pueden devorar una persona entera?". El padre de Javier le clavó la mirada en la sotana: "Sí, dicen que las peores serpientes son las negras". El cura se dio media vuelta y se marchó.
"Empecé a cortar caña de azúcar el 17 de junio de 1960", dice Iriondo. "Lo recuerdo bien porque el 16 de junio era el cumpleaños de la Reina, fiesta pagada, y por eso los dueños de las plantaciones contrataban a los cortadores de caña a partir del 17".
Iriondo cortó caña en el trópico de Queensland, en Ingham, en Townsville. Casi todas las plantaciones de azúcar pertenecían a italianos del Véneto y allí trabajaron muchos emigrantes vascos y catalanes, también italianos, alemanes, yugoslavos...
"El trabajo era muy duro. Cortábamos la caña, le recortábamos las puntas y nos las cargábamos a la espalda hasta los vagones. Pasábamos el día empapados en sudor. De la caña cae un polvillo negro, así que al acabar el día, todos parecíamos aborígenes. Empezábamos al amanecer. Parábamos a media mañana para tomar un té frío, y el sol apretaba tanto, que si dejábamos el machete sobre el suelo luego quemaba y no se podía agarrar. Teníamos que hincar el machete en la tierra mientras tomábamos el té. Al mediodía descansábamos una hora y comíamos, y seguíamos por la tarde.
"Entre los jefes había de todo. Un cabrón siciliano, que nos lloriqueaba cuando le pedíamos machetes nuevos. Nos decía que con los viejos aún se podía un poco más, menudo tacaño. Cortar la caña es muy duro; y con machetes desafilados, durísimo. Otros dueños nos daban cajas enteras de machetes, para que tomáramos nuevos cuando quisiéramos.
"En aquella época los sindicatos tenían mucha fuerza. Trabajábamos ocho horas diarias y cinco días por semana, y cobrábamos muy bien. El que quería ganar más dinero -casi siempre, para pagarles billetes de avión a familiares o para enviar el dinero a casa-, trabajaba horas extra. Si el obrero vivía a más de una milla del trabajo, la empresa estaba obligada a facilitarle el transporte. Llevaban a los cortadores en tractores y camionetas. Yo prefería ir andando porque al amanecer hacía mucho frío y en la camioneta nos quedábamos tiesos y luego costaba empezar a trabajar.
"Para que veas la fuerza que tenían los sindicatos. En aquella central térmica trabajan mil obreros. Un día pararon a comer y en una de las mesas del comedor vieron una caca de rata. Setecientos obreros hicieron huelga durante tres días por falta de higiene en la central. Hoy en día los sindicatos ya no pintan nada: si ahora encontraran una caca de elefante, la barrerían con la mano para esconderla.
"Nos pagaban por tonelada cortada, pero pagaban a la cuadrilla entera y eso provocaba líos, porque unos trabajaban más, otros se escaqueaban... Pero en cualquier caso era un trabajo muy bien pagado. Yo cortaba 14 toneladas diarias y cobraba 12 libras, cuatro veces más que un albañil. Nos pagaban cada dos semanas, el farmer nos repartía un sobre donde venían los billetes planchaditos, como recién traídos del banco. En el sobre venía un papel con nuestros datos, las horas que trabajábamos y lo que cobrábamos. Aparecía una resta de 42 libras. Un italiano enfadado se encaró con el dueño: "¿Por qué faltan esas 42 libras?". "Se las queda Robert Menzies", le respondió. "Como pille yo a ese cabrón, se va a enterar". Menzies era el primer ministro australiano, y la resta era la retención de los impuestos.
En los primeros seis meses, Iriondo cortó 1.700 toneladas de caña y ahorró lo suficiente para devolverle el préstamo a su hermano Dionisio, incluso para comprar otro billete de avión si quería volver de visita a casa. Pero tardó 16 años en ver de nuevo a su familia, porque si volvía más de un mes le obligaban a hacer la mili.
Estuvo tres años cortando caña. Cuando acababa la temporada del azúcar, trabajaban en las plantaciones de tabaco. "Trajeron dos aviones llenos de andaluces para recoger tabaco", recuerda. Pero en 1963 los propietarios de los terrenos ya no pidieron cuadrillas para cortar la caña: empezaron a usar máquinas. Entonces se marchó al estado de Victoria -en la esquina sudeste de Australia-, donde vive desde entonces. Pasó otros tres años talando pinos y eucaliptos, luego se compró un camión, se dedicó a transportar madera, se casó con una asturiana también emigrante, tuvo dos hijos -Icíar y José Javier-.
-Javier, ¿en esos años ya había motosierras y máquinas en Australia o todavía se talaba a mano?
-Jesus, Maria ta Jose, gizona! Cuando llegué yo, ya había motosierras podridas y tractores oxidados. En Euskadi se creen que allí tienen lo mejor del mundo, pero cuando en Australia usábamos máquinas allí no sabían ni lo que eran. Y con los aizkolaris, igual. Se creen los mejores del mundo, pero fueron allí los australianos y les dieron una paliza. En Tasmania hay muy buenos aizkolaris en corte vertical. Luego les hicieron trampa y les pusieron troncos más duros sin que se dieran cuenta...
Y aquí empieza otro capítulo con la historia de Ken Jackson, el leñador australiano que en 1976 se alojó en Leitza, con la familia de nuestro compañero de viaje Luze, y participó en San Sebastián en una competición contra los aizkolaris vascos, que al parecer fue amañada. Cuando recibieron el trofeo de consolación, los australianos lo tiraron al río Urumea.
Publicado el 17 de septiembre de 2010 a las 15:45.