La espera
Para ser buen montañero hay que ser muy bueno esperando.
Cuando las predicciones meteorológicas favorables animan los cálculos para la cumbre, los veteranos rememoran expediciones en las que han pasado veintitrés días seguidos en el campo base, encerrados en las tiendas de campaña, soportando vendavales y nevadas; o seis semanas instalados en una arista gélida en la que esperaban y esperaban unos pocos días de buen tiempo que nunca llegaron.
Todavía hoy, cuando podemos viajar a cualquier rincón del mundo de un día para otro, hasta la expedición más rápida al Karakórum necesita dos semanas sólo para situarse en la casilla de salida, en el campo base: un día en el avión, dos de trámites y compras en Islamabad, otros dos de traqueteo infame por la Karakorum Highway, una jornada para repartir las cargas en los bidones en Skardú, otra para ir en todoterreno hasta el último pueblo y siete días de caminata por el glaciar.
Y luego vienen las largas esperas en el campo base por culpa del mal tiempo, las jornadas de descanso entre fase y fase de aclimatación, los días de dudas en los que cuesta decidir si se sube o no se sube... El montañismo es un gran ejercicio de paciencia, una actividad en la que no es posible doblegar los tiempos ni pretender ninguna inmediatez: a 5.000 metros hay que saber esperar y aburrirse.
Los impacientes, generalmente los más jóvenes, se consumen tras varios días de letargo en el campo base. Se hartan, deciden subir al menos al campo 1 aunque el pronóstico anuncie algo de nieve y viento, gastan energías en pasos precipitados, queman fuerzas sin conseguir ganarles tiempo a los veteranos que esperan y suben más tarde.
Los veteranos hacen sudokus. Los montañeros de nuestra expedición son unos fieras rellenando filas con numeritos. También leen y leen: yo me estoy ventilando Vida y destino, de Vasili Grossman, y me esperan los libros de viajes Siete años en el Tíbet, de Heinrich Harrer, y Desde el lago del cielo, de Vikram Seth; circulan de mano en mano Loiolako hegiak, de Imanol Murua Uria (sobre las conversaciones de Loiola entre PSE, PNV y Batasuna), Descenso al caos, de Ahmed Rashid (un ensayo sobre la situación de Pakistán, Afganistán y Asia Central) y varias novelas policiacas con mucho asesino sueco. Los montañeros también sestean. Hacen visitas a otras expediciones con las que compartimos el campo base (tenemos como vecinos a montañeros de élite, esquiadores extremos, aventureros de todo pelaje, un arsenal de historias de las que dejan los ojos boquiabiertos). Pasan las horas mirando con prismáticos a la nueva vía que pretenden abrir. Esperan con la cámara de fotos el momento exacto del atardecer en el que los rayos de sol incendian las tres cimas del Broad Peak. Y pierden una y otra vez al mus, salvo quien juegue conmigo de pareja.
(Partida después de la cena, en la tienda-comedor decorada a la pakistaní, con la baraja que me regaló Fernando Martínez Sarasqueta en vísperas de venir al viaje).
Publicado el 30 de junio de 2010 a las 10:30.