2010, amanecer del guipuzcoano inteligente
A Ignacio Arizmendi siempre lo vemos en el mismo sitio. Es un hombre de casi 80 años que suele sentarse durante horas y horas en el puente de Fagollaga, sobre el río Urumea, junto a la carretera de Hernani a Goizueta, con las dos muletas que usa para venir desde su casa, muy cercana. Desde hace años lo vemos allí. Ayer, a la vuelta de la caminata por la frontera de los crómlech, también.
Un día, hace tres años, me acerqué a charlar con él. Me contó un montón de historias que luego publiqué en un reportaje, como la de la Real Fábrica de Anclas, que abastecía a media Europa y cuyas ruinas aún se alzan en la orilla del Urumea. También me contó una historia que a mí me gusta mucho: cuando Ignacio tenía diez o doce años, subía con un burro a los montes cercanos para llevarles comidas y herramientas a los curas que andaban excavando allá arriba.
Aquellos curas eran los primeros arqueólogos vascos, que investigaban laderas y collados en busca de monumentos megalíticos. Aquellas losas y aquellos círculos de piedras hincadas constituían un misterio para los arqueólogos pero tenían una explicación bien sencilla para el chaval de diez años del caserío de Fagollaga: eran las tumbas de los gentiles.
Los gentiles son los seres gigantes de la mitología vasca que habitaban estas tierras en tiempos remotos. Eran herreros, carboneros, conocían los secretos de la agricultura y de la industria -secretos que los humanos se afanaban en descubrir con mil tretas-, vivían en las montañas y se entretenían lanzando rocas de una montaña a otra o amontonándolas en misteriosos monumentos (jentilarris, "piedras de gentiles": dólmenes). Un día, al más anciano de los gentiles le comunicaron que había aparecido una estrella muy luminosa en el oriente: "Ha nacido Kixmi", anunció el viejo. "Kixmi": así llamaban a Cristo. "Ha llegado el fin de nuestra era. Lanzadme por el precipicio". Los gentiles arrojaron al viejo y luego ellos mismos se tiraron por una sima. El más joven se quedó en la superficie para tapar la sima con una losa. Según alguna versiones, ese gentil joven era Olentzero, el carbonero que bajó de las montañas para anunciar a los vascos el nacimiento de Cristo: un personaje bisagra entre el viejo mundo pagano y el nuevo mundo cristiano.
Me maravilla esta historia porque los arqueólogos confirmaron lo que aquel chico de diez años del caserío ya sabía, después de escuchárselo a sus padres, a quienes se lo habían contado los abuelos, a quienes se lo habían contado los bisabuelos...: efectivamente, los crómlech eran monumentos funerarios en los que los habitantes de la Edad del Hierro enterraban las cenizas de sus muertos junto con algunos enseres. Esa práctica desapareció hace miles de años pero su historia atravesó siglos y milenios, de boca en boca, de generación en generación, para llegar hasta nuestros días. Los constructores de los crómlech desaparecieron, nadie sabía nada de ellos, pero dejaron una especie de mensaje flotando en el tiempo.
El mensaje también quedó grabado en el idioma. El euskera tiene palabras propias para nombrar los dólmenes: jentilarri, "piedra de los gentiles"; o para los crómlech: mairubaratz, "huerto o cementerio de los mairus", otra denominación de aquellos seres mitológicos.
Los crómlech aparecen en collados, cimas y puntos destacados del paisaje. Sobre los motivos de los constructores sólo se puede especular, pero si alguna vez inventan la máquina del tiempo, reservaré un paseo por la Edad de Hierro para visitar a los tatarabuelos mientras construyen un crómlech. Me encantaría saber qué pensaban, de qué hablaban, en qué creían, qué miedos tenían, qué ilusiones, qué esperanzas.
Sobre todo, me gustaría visitar a los tatarabuelos del cordal montañoso Adarra-Mandoegi, para preguntarles qué pasaba con los vecinos de enfrente, los del cordal Uzturre-Ipuliño. Para saber cómo los veían, si los consideraban extraños, simpáticos o peligrosos. Porque el valle de Leitzaran marca una frontera cultural tajante: en el cordal Adarra-Mandoegi, que cierra el valle por el este, hay montones de crómlech. En Uzturre-Ipuliño, que cierra el valle por el oeste, no hay ni uno solo. Según el arqueólogo Peñalver, hace tres mil años el Leitzaran marcaba un límite entre culturas: al este vivían los vascones, constructores de crómlech, y al oeste, los várdulos, que no los construían. La raya coincide con la división de dialectos del euskera. Y también marca un nuevo criterio de clasificación (y cariñoso insulto) entre robasetas (guipuzcoanos) y meaplayas (navarros): ¡hincapiedras!, podemos decir a nuestros vecinos del sureste.
El sábado pateé con Laura todo el cordal Adarra-Mandoegi encadenando crómlech y dólmenes, en un sube y baja de seis horas por por las cumbres de Adarra (811 m.), Onddo (781), Azketa (834), Leuneta (883), Abadekurutz (982) y Mandoegi (1.045), con descenso final a Goizueta, donde nos recogió su Gari.
Junto al crómlech y el menhir de Eteneta, Laura revive el momento en que nuestros tatarabuelos guipuzcoanos quedaron fascinados por los monolitos navarros y empezaron a sentir los primeros destellos de inteligencia, las primeras ansias por cocinar un revuelto de hongos.
Publicado el 22 de mayo de 2010 a las 23:15.