Un paseo de señoritas
Modesto Pérez lleva 44 años trabajando en las minas de estaño de Llallagua, desde los 15 hasta los 59. No queda casi nadie de su generación: todos murieron sepultados por derrumbes o con los pulmones desmigajados por la silicosis.
"Antes las vetas eran como un brazo de ancho; ahora son asicito, como un dedo. Ahora los mineros trabajan por su cuenta, ya no hay empresa estatal ni empresa privada, y como apenas ganan para la supervivencia del día, hace ya muchos años que no hacen ningún trabajo de mantenimiento: en algunos sitios robaron los rieles por donde las vagonetas sacaban el mineral, ya no funcionan las tuberías para bombear el oxígeno al interior, la jaula (el ascensor para bajar a las galerías inferiores) sólo funciona a veces, y en las otras veces los mineros bajan por escaleritas, cuarenta o sesenta metros en vertical, y suben cargando pesados sacos de mineral al hombro, cuando antes se hacía con máquina. Cada cuadrilla perfora por donde quiere, arriba, abajo, en diagonal, y se encuentran con otras galerías que no conocen, y hay derrumbes... Harta gente muere porque excava sin saber lo que hay encima y se le derrumba la galería. O porque trabajan en callejones muy estrechos, donde sólo pueden entrar arrastrándose, y como ya no hay sistema de ventilación, encuentran una bolsa con gas y se ahogan".
Llegar a minero viejo es una hazaña excepcional en Bolivia. Y más ahora, cuando las condiciones de trabajo son peores que las de hace cien años. Desde que en 1985 quebró la agencia estatal que dirigía las minas, ha proliferado un sistema de cooperativas desastroso: cada cuadrilla consigue un arrendamiento y lo explota como mejor le parece, sin coordinarse con otras cuadrillas. En vez de cooperativas, son microempresarios que contratan a otros mineros pagándoles un jornal diario y sin darles ningún seguro médico ni social. La mayoría de los trabajadores no tiene ninguna ayuda cuando enferma de silicosis y tiene que dejar la mina. Ni las familias de los muertos frecuentes reciben nada, y quedan en la miseria absoluta. A nadie se le ocurre gastar esos mínimos ingresos en medidas de seguridad, por lo que las inmensas galerías que perforan el cerro Juan del Valle como un gruyere son cada día más peligrosas. El mismo día en que llegamos a Llallagua, un derrumbe mató al minero Miguel Characayo.
Modesto Pérez ya no quiere trabajar más bajo tierra. Su caso es extraordinario: 44 años en la mina y no sufre silicosis. "Siempre preferí sacar poquito mineral pero no arriesgarme. Muchos se meten en sitios peligrosos, respiran gases y polvos tóxicos, y en cinco años nomás ya están inválidos o muertos".
Modesto es una figura respetada en el campamento minero Siglo XX, del que es subalcalde, y de vez en cuando guía a los visitantes por las galerías. Cuando le preguntamos cuánto deberíamos pagarle por la visita, nos contesta: "El cariño de ustedes". Es tradición pagar una cantidad y comprar en los puestecitos de la bocamina un saquito de hojas de coca, unos paquetes de tabaco o una garrafita de alcohol de 96 grados (el que beben los mineros), para regalárselos a los trabajadores que encontremos en el subsuelo y para ofrecérselos al Tío, el demonio que domina el mundo subterráneo de las minas bolivianas, y que aparece en la entrada de todas las galerías del país en forma de escultura de madera o barro.
Modesto nos guía por la entrada principal de Cancañiri, a unos 4.000 metros de altitud, una galería amplia y todavía bien ventilada porque queda cerca de la salida. Pero pronto empezamos a ver las tuberías rotas del sistema de ventilación, los cables colgantes de 10.000 voltios, las ruinas de las viejas oficinas, boticas y almacenes subterráneos. A medida que avanzamos tierra adentro, la galería comienza a estrecharse. Ya no hay vagonetas para sacar los escombros, de manera que los mineros los van apilando en el interior y los callejones son cada vez más angostos. Caminamos agachados la mayor parte del tiempo, dándonos cabezazos con el casco contra los apuntalamientos de vigas carcomidas y contra las estalactitas de mil colores, y poco a poco vamos sintiendo un calor asfixiante.
Dice Modesto que rondaremos los 45 grados. Pero que los mineros se meten en pozos donde se alcanzan hsta 80 grados: trabajan diez minutos y salen, a relevos.
Empezamos a sentir cierto agobio, por la estrechez de la galería, el calor y la falta de aire. Pero Modesto nos recuerda que vamos por las vías principales, las más cómodas: "Esto es un paseo de señoritas". Nos enseña pasillitos laterales estrechísimos por los que se cuelan los mineros reptando sobre sus codos y algunos de los pozos por los que descienden quince o veinte metros en vertical, agarrándose a viejas tuberías oxidadas.
En el momento de mayor agobio, el pasillito se abre y forma una caverna incendiada de luz naranja. Son las lámparas de carburo de siete mineros que están tirados en el suelo, desnudos de cintura para arriba, mascando coca y bebiendo el alcohol de 96 grados. Les ofrecemos un par de paquetes de tabaco y nos permiten hacerles unas fotos. Pero enseguida tenemos que sentarnos en la roca, ahogados por la altitud y el calor, empapados de sudor, medio mareados por el aire viciado.
Recuerdo esa frase de Kapuscinski según la cual no deberíamos escribir sobre nadie con quien no hayamos compartido al menos un poco de su vida. Y nosotros, que queríamos conocer cómo trabajan los mineros, ni siquiera soportamos diez minutos en su zona de descanso, la que para ellos es la más fresca, la que les ofrece un respiro durante sus jornadas de ocho y diez horas en pozos abrasadores.
Y dicen que ganan bastante bien: entre 7 y 10 euros diarios.
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Polonio Chiri, de 45 años, antiguo minero, ahora trabaja de sereno. Tose con unos pulmones crujientes por la silicosis, pero no le gusta tomar las píldoras porque dice que le dejan medio drogado. Ahora Polonio vigila los restos de la planta Zinc and Flop, una especie de catedral metálica en ruinas, varada en medio de un oleaje de desmontes y escombreras. Hasta 1985, esta planta era la fábrica donde se trataba el mineral para separar el estaño. Tras la quiebra de la agencia estatal, nadie se encargó de la planta. Según cuenta Polonio, los mineros y hasta los militares encargados de custodiar la fábrica abandonada empezaron a desmantelarla: se llevaron las máquinas, los fierros, las calaminas, se llevaron hasta el último perno y la última plancha. Los mineros de las cooperativas actuales, sumergidos en la necesidad de conseguir los pesos justitos para la supervivencia diaria, evitan cualquier gasto: en vez de comprar vigas de madera para apuntalar las galerías, se cuelan en las ruinas de Zinc and Flop y se llevan los hierros que pueden. Ya sólo queda un esqueleto metálico, que se tambalea y cruje con el viento, casi digerido completamente por el trabajo de hormigas de los mineros.
-A veces vienen los antiguos trabajadores de la fábrica -dice Polonio-, la ven y se echan a llorar.
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Pena que no consiga colgar al menos un par de fotos.
Publicado el 7 de septiembre de 2009 a las 08:30.